


Monteiro, que su alegría permanezca [/center]
João César Monteiro ha muerto. "Son cosas que pasan", debe estar en alguna parte susurrando João de Deus, portavoz fatalista, medio cínico, medio melancólico, medio sabio, medio loco. "Son cosas que pasan y no tiene la menor importancia". Porque João de Deus sabe bien que lo único que cuenta es el instante, lo único que cuenta es la belleza. Lo esencial es conservar las pruebas porque no hay otros mundos. Para ser sincero no me acuerdo muy bien de las películas de João César Monteiro, pero sí sé que contienen esas pruebas. De A flor do mar, por ejemplo, rodada hace diecisiete años, vista hace diez, guardo el recuerdo de un amarillo muy amarillo (¿el sol?) y de un azul muy azul (¿el mar?), de una intensidad de la vida muy aguda, de un sentido de lo real. De Las bodas de Dios yo diría: ante todo el rojo de la granada, ante todo el azul de los ojos de Monteiro, ante todo el negro impenetrable del convento. De Silvestre, fábula medieval, creo recordar que el cineasta jugaba con la estética de los dibujos iluminados, planos frontales y abundancia del rojo y del azul. Sin embargo, a pesar de mi memoria defectuosa, tengo la certeza de que Monteiro planteaba la igualdad entre el mundo y los colores, que los colores hablaban de la riqueza y de la variedad de las cosas. Tengo la idea de que Monteiro era, sobre todo, un pintor, más bien clásico, versión Piero della Francesca, visto también su gusto por la línea. En cierta forma, Branca de neve confirma esto. La pantalla permanece en negro, con la excepción de unas pocas nubes y unas cuantas fotos de Robert Walser tendido muerto sobre la nieve, mientras que los actores interpretan ante una cámara que sólo registra el sonido. Se han dicho muchas cosas sobre esta película: que se debía a un pasotismo extremo, que era una película de alcohólico o de provocador, que Monteiro lo había hecho a propósito para vengarse de sus productores, etc. Todo esto, por supuesto, no tiene la menor importancia. Es cierto que Monteiro ha llegado a rodar "como un tonel de alcohol" (Le Bassin de John Wayne, poco lograda, como él mismo decía), pero no aquí. Branca de neve, con su título dos veces blanco y su pantalla sobre todo negra, se toma en serio la idea de que ya no habrá otros colores, es decir, nada que se pueda representar, otros mundos que ver, otras cosas que amar, y que la única solución que aún se ofrece es volver a pasar por el lenguaje, por la desencarnación de las palabras, por el aliento de la poesía. Es una confesión de fracaso, o de angustia, aunque momentánea, tan violenta como los "microgramas" de Walser, la escritura a lápiz, tan diminuta que era prácticamente ilegible, con la que Walser se había decidido a escribir para escapar del "verdadero agotamiento de la mano" que le suponía el empleo de la pluma. Es también, evidentemente, una representación de la muerte, las tinieblas o las blancuras exactas de la muerte. Y sin duda Monteiro estaba ya enfermo cuando decidió colgar su abrigo sobre el objetivo. Y sin duda lo que acontecía se trataba de un auténtico agotamiento de la mirada.
Por otra parte, Monteiro es un cineasta esencialmente vivo. Con ese cuerpo y nacido en ese momento (1939) podría no haber terminado nunca con los relatos a lo Auschwitz, lo absurdo, el becketismo prolongado, la fábula vampírica. Pero lo que cuenta es todo lo contrario: cómo se constituye la vida. Ama a las jovencitas, pero su amor no las mata. Es más bien un Horacio contemporáneo, maestro del epicureísmo: "Pero yo, verdaderamente, no soy un tigre salvaje, no soy un león de Getulia, y no te persigo para quebrarte. Abandona a tu madre, tienes ya edad para irte con un hombre". Monteiro se entrega a las mujeres como se entrega al mundo. Es decir, es él quien se sacrifica, no al revés. Él es quien se vacía de su interior y se tiende sobre los demás para llenarlos de alegría. Pues una película de Monteiro es también en gran medida una película sobre su propio cuerpo. En 1981 escribía a propósito de Silvestre: "Interpretadas en mil pedazos, hacemos películas, invocando en vano la gaya ciencia de los elfos para tratar de recomponerlos (...) ¿Podremos alguna vez leer los fragmentos de nuestro cuerpo disperso, religarlos a nuestro deseo cívico? Nuestro destino es un palimpsesto insondable, equívoco. ¿Qué somos nosotros, tan idénticos a nosotros mismos y a nada más?" La respuesta a esa pregunta vendrá más tarde, y se llamará João de Deus. Es decir, que adoptará la forma de una encarnación. De ahí toda la tristeza de Branca de neve, porque de nuevo nos falta el cuerpo. Lo que muestra la tetralogía de Deus es precisamente el movimiento por el que Monteiro se encarna cada vez un poquito más. Del vagabundo de Recuerdos de la casa amarilla, que evoca más bien a un fantasma (Nosferatu) que a un hombre, al João de A comedia de Deus, que organiza puestas en escena para asistir a jovencitas (como se asiste a un espectáculo), al João de Las bodas de Dios que, finalmente, hace el amor, hay un innegable progreso en la forma de habitar un cuerpo y, por consecuencia, de distribuirlo. No digo que ese progreso sea voluntario, previsto, pensado, querido. Pero es lo que ha ocurrido, lo que, en cierto modo, Monteiro ha aprendido y ha podido hacer gracias al cine. Hasta el punto de realizar (e interpretar) un cortometraje pornográfico que desgraciadamente hasta ahora no se ha podido ver.
Se podría decir también: Monteiro hace cine para salir de la tumba, para resucitar, como en ese plano de Recuerdos de la casa amarilla en el que João de Deus sale de una boca de alcantarilla. Esto no resulta exagerado si se recuerda que en Le Bassin de John Wayne, Deus, recuperado por sus demonios malvados y especialmente por las tentaciones del Diablo, se acuesta durante un rato en un ataúd. De ahí que la tetralogía no termine nunca con la cuestión de la prisión, de la clausura, del encierro. Porque Monteiro no ha dejado, película tras película, de romper los muros, los ataúdes, las celdas, los límites, los tabúes, las definiciones. Se trata de aprender la libertad, que, no hay que decirlo, no es el desorden. Su proyecto, en el fondo, pretende menos una estética que una moral, establece más un arte de vivir que un arte. Es filosofía como la concebían los Antiguos. Aprender a ser en el mundo y a mantenerse: no solamente Monteiro, película a película se encontraba mejor en su cuerpo, sino que al hilo de las películas se convierte cada vez más en un dandy. Ser dandy, como decía Baudelaire, no es más que de manera secundaria un asunto de elegancia y perfumes, y, prioritariamente, es el rechazo de lo vulgar, de las pasiones groseras, de la suciedad democrática, del reino de la utilidad, el gusto, por el contrario, por el orgullo, la aristocracia, el heroísmo. Son esos valores y esas posturas las que defiende Las bodas de Dios y el amor casi cortés de Branca de neve. Posición difícilmente sostenible en el espacio omnidemocrático de hoy, lo que sabía bien Monteiro cuando respondía a Emmanuel Burdeau: "Yo no estoy fuera de la ley, estoy por encima de la ley. Dicho de otra forma: ningún orden que no sea fílmico es aceptable. Esto es válido para las películas pero no para el cineasta. Yo soy muy prudente". Por eso Monteiro es un cineasta sorprendente, esencial ("Pero nadie es esencial", murmura João de Deus), porque hacía algo más que películas, incluso que buenas películas, porque osaba ir siempre un poco más lejos y redefinir el orden de nuestro mundo. Porque, en fin, así se complacía.
Estimada señora,
su carta me comunica una mala noticia y me apena profundamente. En efecto yo había conocido a João César Monteiro en condiciones bastante extrañas. Un hombre casi unidimensional físicamente y una película que confesaba todas las dimensiones disimuladas y camufladas del alma humana. Humano, demasiado humano. He aquí, definitivamente, el mensaje que yo recibí a través de la película. Yo, por contra, vengo de una región en la que el culto a lo no dicho está profundamente enraizado incluso en los espíritus más iluminados y en la que una obra de una sinceridad así no podía menos que ser considerada como escandalosa y provocadora. Pero, en lo más profundo de mí mismo, asistía impotente a la escena en la que ese álbum, digamos impuro, se quemaba y no podía evitar pensar que ese hombre quemaba también la esencia de su propio ser. Que, en un mundo en el que la apariencia triunfa sobre el ser, un personaje así no podría soportar siquiera su propio peso (de ahí probablemente esa excesiva delgadez), no podría seguramente soportar toda esa parafernalia que nos obligan a acarrear en nombre de la moral los bienpensantes y el orden establecido. Más tarde, cuando supe que había intentado varias veces suicidarse mediante el fuego, no puede evitar considerar su acto como un auto de fe, un acto de fe. Del auto de fe del libro a su propio auto de fe, he ahí su irónica sonrisa sobre el mundo en el que vivimos y que está lleno de gente que pretende ser lo que no es y que no tiene otra cosa mejor que hacer que juzgar a los demás. La "comedia divina" es una película emocionante tanto por su valor como por su sinceridad. Tengo una gran estima y un enorme respeto por la fragilidad de alma y el espíritu artístico de su autor.
Abbas Kiarostami