Jean Renoir es el cineasta más grande del mundo"
François Trufaut





Renoir por Renoir. Jean por Auguste.
FICHA TÉCNICA Y ARTÍSTICA
Director: Jean Renoir, Jean Tédesco.
Guión: Jean Renoir sobre el cuento de
Hans Christian Andersen.
Título inicial: La Pettite fille aux Allumettes
Ayudantes: Claude Heymann, Simone Hamiguet
Fotografía: Jean Bachelet
Decorados: Erik Aaes
Efectos Especiales: Mercier
Colaborador Técnico: Paul Bianchi
Rodaje: Agosto de 1927 -- Enero de 1928
Estudios: Théâtre du Vieux-Colombier.
Exteriores: Desierto de arena de Marly
Producción: Jean Renoir, Jean Tédesco
Distribución: Sofar
Metraje Original: 2.200 metros
Duración Actual: 29 minutos
Estrenos: 31 de Marzo de 1928 en Ginebra
Formato Original: 35mm. 1'33:1
Color: B&N
Nacionalidad: Francesa
REPARTO
Catherine Hessling .... Karen
Manuel Raaby
Jean Storm .... Axel Ott
Amy Wells
Ann Wells
Mme. Heuschling
Condesa Tolstoï
Guy Ferrant
Kira Makaroff
DVD
Edición: Studio Canal
Lanzamiento: 10-V-2006
Región: 2
Video: Pal
Capa: DVD9
Formato: 1'33:1 Original
Anamórfico 16x9: No
Entrelazado: Sí
Audio: Mudo (Sur un air de Charleston) Música estéreo para
las otras dos películas)
Restauración: digital, remasterización en alta definición.
Contenido: La Fille de L'Eau, Sur un Air de Charleston, La Petite Marchande D'Alumettes.
Bit Rate Medio: 5'96Mb.

Filmografía Jean Renoir en DXC | Amazon Francia
CARÁTULA

SINOPISIS
Una pequeña, desamparada e insignificante jovencita vende cerillas en medio del frío y la nieve invernales. Su única vía de escape y felicidad posibles serán las que le ofrezca un sueño en puertas de la muerte. Adaptación de un conocido cuento de Hans Christian Andersen en pocos minutos de duración repletos de poesía visual. Se suele considerar a La Cerillerita como un filme féerico y se le sitúa dentro del vanguardismo francés. Si esta opinión es cierta históricamente, no lo es desde un punto de vista estético. Mas exactamente, La Cerillerita es una incursión del realismo de Renoir en los temas y las técnicas de la vanguardia. El encanto siempre radiante de esta pequeña obra se percibe claramente hoy día: se debe al realismo de su fantasía. La ingenua curiosidad de Renoir por los trucajes, el placer casi sensual que le proporciona la originalidad de esas imágenes mágicas son la causa de la verdadera poesía de la película en mucha mayor medida que el cuento de Andersen. Aun cuando procuraba de ordinario camuflar el trucaje, disimular por el flou fotográfico la imperfeción de las maquetas o de los maquillajes, Renoir no dudaba, por el contrario, en mostrar un primer plano y con la nitidez de la imagen al figurante bajo la máscara de cartón del soldado de madera o a la actriz que representaba a las muñecas de porcelana. No existían, por tanto, diferencias en la escala de los objetos, en las ilusiones de la perspectiva que Renoir no consideraba como un componente de la imagen, como una cualidad tangible del espacio.
Por lo que se refiere a los protagonistas del drama, Karen, el apuesto oficial y el Húsar de la Muerte, lejos de aparecer como personajes de cuento o de sueño se presentan ante nosotros con una nitidez familiar, que les libera de su carácter de símbolo tranquilizador o terrible para lograr una simpatía general. Este cuento mágico escandinavo lo convirtió Renoir en una fantasía poética, dulce y amarga, tierna y sensual en la que la muerte se convierte en nuestra amiga y conocida .
... de Bazin, Jean, Jean Renoir. Periodos, filmes, documentos, Paidós, Barcelona, 1999, pags. 32-33.
El vestido de mi camello

Me sentía abominablemente celoso de ese pequeño mundo comodísimo en el que crecía ruidosamente y del que expulsaba cualquier presencia extraña. Aunque, como es lógico, era necesario tolerar la intrusión del carnicero, que venía con su cesto cuadrado en la cabeza; del carbonero, que traía la leña para calentamos; del lechero, vestido de blanco, como lo exigía su profesión, y del mozo de la panadería, que nos traía los «croissants» calentitos todas las mañanas. Soportaba la presencia en la calle de los vendedores ambulantes: formaban parte de mi reino. Recuerdo cómo voceaban. «Ropas viejas», proclamaba la voz sonora del trapero. «Alpiste para los pájaros», cantaba el vendedor, que tenía la lengua partida a causa de un accidente de tren. Su grito se había simplificado: «Alpiste pa' lo' pa'ros». Aquel lenguaje estaba directamente relacionado con «Toca An», y me parecía el único lenguaje civilizado. El trapero, que modulaba su voz para gritar: «Trapos, vendo trapos y chatarra», con una voz cavernícola, tenía también derecho al título de ciudadano del mundo de Bibon, y también el vendedor de berros: «A los buenos berros de agua. La salud del cuerpo». Los admitía mientras duraba el paso a nuestro lado, pero que no se les ocurriera dirigirme la palabra. «jOh, qué niño tan guapo!», decía la lavandera. Y yo contestaba a aquella gentileza dando pataditas en el suelo.
A mi padre le gustaba pintar mi melena. Aquel afecto por los rizos dorados que caían hasta los hombros me sumía en la desesperación. Cuando tenía seis años, a pesar de los pantalones, mucha gente me tomaba por una niña. En la calle, los niños me seguían y se metían conmigo y me llamaban «señorita», y me preguntaban que dónde se me habían perdido las faldas. Esperaba impacientemente el día en que había de ingresar en el colegio de Sainte-Croix, cuyo reglamento exigía un peinado más acorde con el ideal burgués. Para desdicha mía, mi padre retrasaba constantemente la fecha de ingreso, que significaba para mí el feliz abandono de aquella ornamenta capilar. Tengo que añadir que le horrorizaba la «disciplina», hasta el punto de admitir la conducta de los alumnos que hacían novillos. Sainte-Croix le gustaba por los enormes jardines. La calidad del aire le parecía más importante que la categoría de los profesores de matemáticas. Su escepticismo para con la enseñanza se expresaba así: «En los colegios protestantes, uno se hace pederasta; los católicos tienden más a la masturbación. Prefiero esto último.»
Una mañana como cualquier otra mi padre dijo que quería hacer mi retrato. Empecé a protestar. Alegué que me dolía la pierna y, para demostrarlo, me puse a cojear ostentosamente. Pero mi padre se había empeñado en que me tenía que pintar, y toda la gente de la casa, para no entorpecer su proyecto, intentaba convencerme. De pronto, Gabrielle tuvo una idea. Yo tenía un camello que me gustaba mucho, no un camello verdadero, por supuesto, sino uno de juguete, del tamaño de la mano, que no venía de África, sino de la tienda de la calle Amsterdam, cerca de la estación de Saint-Lazare. Gabrielle, entre sollozo y sollozo, me propuso: “Deberías hacerle un vestido a tu camello. Hace frío, va a llegar el invierno. El camello necesita un vestido.” La idea me encantó. Me senté frente al caballete de mi padre y me puse a coser. Renoir, a quien le aterrorizaban los instrumentos que cortan o pinchan, expresó por un momento su inquietud. Emepzó a pintar mientras repetía: “Te caes sobre una aguja, se te mete en el ojo y luego se queda uno ciego para toda la vida.» Pero mis cabellos se beneficiaban aquella mañana de algunos reflejos interesantes, y se olvidó rápidamente del peligro de las agujas para perderse en un diálogo con su motivo pictórico. Mientras limpiaba el pincel en un vaso de gasolina, se repetía a sí mismo: “Es oro”. Comprendí que se trataba de mis cabellos y, poco a poco, el orgullo de estar coronado de oro se impuso a los inconvenientes del oficio de modelo. Además, yo era un privilegiado comparado. con los niños y esposas de otros pintores. Renoir no exigía la inmovilidad absoluta. Tengo la impresión de que incluso le tenía miedo.
Los cuadros de mi padre que cubrían las paredes de nuestra casa eran una parte indispensable del decorado de mi insignificante vida. No habrían podido no estar allí. Cuando mi madre me llevaba de visita a la casa de un coleccionista, me llamaba la atención descubrir que los cuadros que había visto en mi casa estaban colgados en territorio extranjero. En el reino de mi padre, que era también el de mi madre y el de Bibon, aquellos ramos de flores, aquellos desnudos, aquellos paisajes, estaban en su lugar con el mismo derecho que los pomos de las puertas, el paragüera de la entrada, las sillas de rejilla de Thonet y la .lámpara de aceite, pues mi padre tenía miedo de la facilidad con que se inflamaba el petróleo.
- ¿Cómo podía ser que aquellos companeros míos abandonaran su paraíso? Probablemente se trataba de un robo. Aquel señor tan distinguido, con una perilla perfumada, que aparentemente posaba para su retrato, tal vez era el jefe de una banda de malhechores. Aquellos cuadros eran los elementos de mi reino, y despojar nuestras paredes era correr el riesgo de provocar terribles consecuencias, como si se hubiera robado la sartén en la que la panadera, modelo de mi padre, preparaba sus maravillosas patatas.
La panadera formaba parte de la familia. Pero no era panadera en absoluto. La llamábamos así por sus relaciones íntimas con un mozo que trabajaba en una panadería del barrio y al que llamaban «T aiTai», un apodo meramente esotérico. Nadie conocía el origen del seudónimo. Al «Tai-Tai» le gustaba «echar una mano». En cuanto terminaba el trabajo en la panadería, se venía a casa y se complacía en ayudamos en pequeñas tareas domésticas: limpiar y cortar la verdura, engrasar las cerraduras, sacudir las alfombras. Mientras tanto, la panadera preparaba las patatas fritas. En casa de mi padre no había especialistas, y nos parecía normal que fuera una modelo la que se encargara de hacer las patatas fritas. Normalmente, la sartén de freír patatas nada significa en la formación artística de los niños. Para mí significa mucho más que el uso que se hacía de ella.
Yo no solía mirar los cuadros de mi padre, pero sentía que estaban allí. Sabía que, si me separaban de ellos, aquéllos provocaría algún cataclismo como un temblor de tierra, una inundación, una plaga de langostas, o incluso la desaparición de mi padre, mi madre o Gabrielle. Aquel pensamiento me dejaba helado, y algunas veces esperaba temblando, pegado a la puerta de entrada, el regreso de cualquiera de ellos. En cuanto sonaba la campanilla, iniciaba una de mis habituales rabietas. Una vez delante de mis defensores, no dudaba en mostrarme odioso. Un minuto antes, solo y abandonado, temblaba de miedo. Soy miedoso desde que nací.
El reino de mi padre era un reino ambulante. La búsqueda de una luz distinta empujaba a Renoir a cambiar a menudo de residencia. Fui sucesivamente un chiquillo de la Borgoña que pronunciaba la «r»
con fuerza, un parisiense que pronunciaba la «r» gutural y luego un meridional de pronunciación sonora.
Un paisaje que me influyó enormemente fue el de una villa, cerca de Grasse, que mi padre alquiló en 1900 para pasar el invierno. Al propietario de aquella casa le apasionaban las plantas tropicales. El jardín bien habría podido ser pintado por Rousseau el Aduanero. De ahí a imaginarse aquel ambiente poblado de leones, tigres y serpientes no había más que un paso. Había visto varias veces un lagarto verde que se acercaba a la casa atraído por la humedad del jardín. Agrandado 100 veces, aquel inocente reptil se convertía en mis sueños en un cocodrilo muy presentable. Gabrielle estaba encantada: siempre le habían atraído los leones, y donde hay cocodrilos pueden aparecer leones también. Me acostumbré de tal manera a la presencia de «coco», así habíamos llamado al lagarto, que me puse a coleccionar reptiles. Tenía una jaula de cristal, fabricada por el hijo del propietario, que se dedicaba a la carpintería, llena de lagartos, culebras y salamandras. Las guardaba en mi habitación y llevaba siempre algún animalito encima, escondido en la camisa.
Aquella costumbre provocó n desagradable incidente que no he olvidado. Gabrielle, mi padre, mi madre y yo estábamos en el tren de regreso a París. En Saint-Raphael, un inglesa muy delgada vino a sumarse a nosotros. No dejaba de mirar mi cabellera dorada. «¡Q!1é niña tan guapa! ¡Q!1épelo tan bonito!», decía con un acento muy marcado. Aquel testimonio de admiración provocó en mí una rabia interna que intentaba calmar repitiéndome: «Soy un chico. Soy un chico.» Un lagarto que llevaba conmigo a París sacó la cabeza de su escondite, una blusa de marino de la que me sentía muy orgulloso, porque en la marina no hay chicas. Cuando vio aquello, la inglesa se puso a gritar como un loca. Renoir intentó en vano calmarla. La mujer salió rápidamente al pasillo y volvió con el revisor. El funcionario me obligó a darle el animal. Me lo quitó de las manos sin ninguna delicadeza. La piel del lagarto es muy fina y el contacto con una mano ruda le debía de hacer daño. El revisor, sin piedad, tiró a mi querido compañero por la ventana. La inglesa, ya tranquilizada, se instaló en un rincón insensible a mis llantos, y se puso a leer la Biblia.
La. villa de Grasse era para mí una residenCIa Ideal. Duró poco. Tenía demasiadas escaleras para las piernas de mi padre, que comenzaban a paralizarse. Aquella estancia en Grasse quedó profundamente grabada en mi recuerdo, no sólo por las lagartijas, sln también por Jeannot Lapin. Jeannot Lapin era un verdadero conejo. Gracias a mis súplicas y a las promesas de que no volvería a coger una rabieta, se había librado de su destino de ser cocinado y servido en una suculenta comida. Lo tenía guardado en el comedor, en una caja que había servido para embalar algún trasto. Todos los días lo llevábamos a dar un paseo por el monte. Lo poníamos en el suelo y formábamos un círculo alrededor de él entre mi padre, mi madre, Gabrielle, la cocinera, la jardinero y el hijo del propietario, que, según Gabrielle, cortejaba a una vecina. Sorprendí un día a los novios en un lugar apartado del jardín, tendidos uno sobre otro emitiendo unos suspiros como si estuvieran enfermos. Me llevé un buen susto y me fui rápidamente. Un poco más tarde me los encontré sentados en la cocina, bebiéndose un vaso de vino. No me atreví a preguntarles si estaban mejor, pero aquella experiencia me hizo adivinar todo un mundo que no había sospechado hasta entonces. Para mí, cortejar a alguien consistía en besar la mano y recitar poesías. Fue la primera revelación que tuve de la futilidad de las apariencias.
Nuestra villa estaba en la ladera de una colina. La cocina, para que tuviera el mismo nivel que la calle, se había construido en el segundo piso. Aquella disposición .le convenía especialmente a Antoniette, una doncella que salía por allí para encontrarse con el hombre de quien estaba enamorada, un apuesto sargento de cazadores alpinos. Algunas veces el atractivo sargento me llevó a comer rancho en su pelotón. Me ponía su gorra, y me permitía tocar el fusil. Para mí, aquello era la gloria, Napoleón tirando amistosamente de la oreja de uno de sus granaderos. Tuvo que pasar un año para que descubriera motivos de exaltación capaces de superar aquella euforia. Pienso, en particular, en mi futura pasión por los soldados del imperio y por los mosqueteros.
Ese sentimiento de admiración, que nunca he sabido definir bien, se manifiesta, como si fuera un éxtasis, mediante un nudo en la garganta y una tensión en los músculos faciales. Es como si la nuez se inflara hasta alcanzar el tamaño de un melón. Es algo fisico, más que espiritual. Es como si el objeto de admiración me hipnotizara. En el momento de mayor exaltación, no me siento yo mismo, sino la encarnación de otro en mi propia apariencia terrestre. Me sentía realmente un sargento de cazadores alpinos, condecorado con una medalla colonial, y una auténtica gloria surgía de mi insignificante persona. Me olvidaba de mis largos cabellos, y, sin embargo, los odiaba hasta el punto de llorar. Pero a mi padre le gustaba pintados y, hasta entonces, los cabellos habían resistido a mis ataques. Hubiera preferido ser calvo.
Me sentía constantemente destrozado por los sentimientos más contradictorios. Con los seres humanos, aquello se iniciaba siempre con una desconfianza odiosa. Veía primero los defectos, incluso las deficiencias fisicas. Al principio de nuestras relaciones, Raymond Aubert, el hijo del cafetero de aquellos lugares, tenía la nariz demasiado fina, los labios también muy pequeños, los ojos minúsculos, y el conjunto de su rostro expresaba la maldad. Sus enormesmanos eran manos de asesino. Los pies planos le hacían andar de manera poco graciosa. Era la primera impresión. Gabrielle tuvo que insistirme todo lo que pudo para que yo consintiera, contrariamente a lo que deseaba, que aquel joven muchacho tocara mi tren mecánico. Tenía él quince años y yo seis, y me trataba como a un niño. Un buen punto a su favor: nunca hizo alusión a mis cabellos. Al cabo de algunos días, la nariz de Raymond Aubert perdió su pequeñez y la boca ya era normal. Tres semanas después de conocemos veía en él la belleza masculina personificada.
Raymond Aubert, a mi modo de ver, representaba el lujo más desenfrenado. Sus padres, sus hermanos y sus hermanas, su casa, eran para mí los símbolos de una fortuna ilimitada. Su abuelo era propietario del café des Amis, en Magagnosc. Aquel humilde establecimiento reunía por las tardes a los amantes del Pernod y del Chambéry-Fraisette. Magagnosc es un pueblo cercano a Grasse. En aquella época sus habitantes eran campesinos, pequeños propietarios, y las mujeres trabajaban en las fábricas de perfume. Pero el barrio en el que estaba edificada nuestra villa de Grasse era un barrio rico, un barrio sin tiendas, sin campesinos, sin personas que realmente vivieran allí. Las lujosas mansiones se alquilaban a forasteros que pasaban las vacaciones haciendo excursiones incomprensibles y juegos extraños, como el tenis. En Magagnosc, sin embargo, se jugaba a las bolas y se cabalgaba generalmente en burros. En Grasse había ya algunos automóviles. Mi padre decía que apestaban el aire del barrio. Cuando los veíamos pasar, Raymond Aubert gritaba: «¡Qué peste!...¡Agua!” Sigo sin entender todavía el sentdio de aquella exclamación.
En el centro de Magagnosc se alquilaba la casa de unos campesinos, a dos pasos del café Aubert. Mi padre decidió ser el inquilino. Renoir se encontró de nuevo enun medio de verdaderos seres humanos, de gentes cuya subsistencia estaba directamente unida a su trabajo. Uno se pregunta por qué la convivencia en ambientes burgueses es tan monótona. ¿Por qué un viñador o un sillero son tan interesantes y por qué su vecino el notario es tan aburrido? El notario tiene una formación mejor que la del sillero. Ha viajado, ha visitado ciudades y lugares. Su conversación debería de ser un reflejo del mundo. Muchas veces me he hecho esa pregunta. Mi padre nunca se la hacía. Se le veía frecuentemente en la terraza del café des Amis, oyendo las historias de los vecinos que habían descubierto rastros de mildiú en la viña, o de la hija que había hecho la primera comunión.
Algunas veces me iba a jugar con los chicos de la vecindad. Uno de ellos me preguntó: «¡Eh! ¿Tú fumas?» Contesté, creyendo qu.e hacía un buen chiste, que fumaba cigarrillos de chocolate, y me dijo: «Eres un gilipollas...»
Raymond tocaba el clarinete. Su padre tenía un triciclo. Cuando su padre estaba de buen humor, le dejaba darse una vuelta en aquel extraño vehículo que todavía se utilizaba en Francia. «La pequeña reina...» -que así llamaban los franceses a la bicicleta- debía reemplazado con ímpetu irresistible. Algunas veces, el señor Aubert me dejaba encaramarme al sillín del triciclo y me daba una vuelta. El millonario Rothschild, estaba claro, no era primo mío. Yo conocía a todos los clientes del café y a todos los miembros de la familia Aubert. El café des Amis, con la terraza que dominaba la carretera principal; el perro Médor; la tía Nanette, que hacía un estofado particularmente apreciado por mi padre; todos los elementos de aquel decorado apacible se habían entrelazado para hacer de mí uno de ellos. Cuando mi madre me llevó de nuevo a París para volver al colegio, me vi invadido por una inmensa desesperación. N o sospechaba hasta qué punto mi tristeza era justificada. La calma de Magagnosc, el triciclo del tío Aubert, ese ritmo lento y reflexivo de los campesinos... No volvería a ver nada de aquello. Nadie lo volvería a ver. Para bien o para mal, el mundo había cambiado. Hay una cosa cierta: la paz del atardecer ha desertado de este mundo en el que lo que parece que hay que hacer es estar siempre agitado inútilmente.
Catherine Hessling
Dichoso aquel que lo ignora todo sobre cine y se contenta con admirar las películas de los otros. Resulta relajante si no ha probado la fruta prohibida. El cine me ha proporcionado muchas decepciones, muchos sinsabores, pero las alegrías que le debo sobrepasan ampliamente las miserias. Si tuviese que empezar de nuevo, haría cine. Conocí a la futura Catherine Hessling durante un permiso que pasé en las Collettes, la casa de mis padres, cercana a Niza. Por entonces se llamaba Dédée. Era el último regalo que mi madre antes de morir le hizo a mi padre. Soñaba con una modelo rubia para sus grandes bañistas, y mi madre la buscó en la Academia de Pintura de Niza. Allí descubrió a Dédée. Poco después murió de diabetes, según los médicos. Yo sabía que había muerto de la impresión que le produjo un viaje al frente, donde fui herido gravemente y me trasladaron a un hospital muy próximo a las líneas de batalla.
Dédée venía en tranvía desde Niza todas las mañanas, salvo los domingos. Su aparición era como un toque de varita mágica. La muerte de mi madre había sumido la casa y sus habitantes en una atmósfera siniestra. Mi madre, a pesar de su corpulencia, era la vivacidad en persona. En torno a ella todo se iluminaba. Mientras vivía, las Collettes podían ser consideradas un símbolo de apacible felicidad. Con ella se fue la alegría. La llegada de Dédée a casa la devolvió. Dédée adoraba a mi padre y él sabía agradecérselo. Por la mañana llenaba de alegría el taller donde Renoir la esperaba. Mientras se preparaba para posar, cantaba a pleno pulmón alguna tonadilla de la calle. Aquello fascinaba a Renoir, para quien una casa sin cantos era una tumba. Después de la muerte de mi padre, me casé con Dédée. La pasión común que teníamos por el cine tuvo una gran importancia en la decisión de unir nuestras dos existencias. Cuando tomó la resolución de dedicarse al cine, pensamos que debía adoptar un seudónimo. Elegimos Catherine Hessling, ya no recuerdo por qué razón.
Mi padre soñaba con verme dedicado a la cerámica. Había mandado instalar para mi hermano pequeño Claude, el «Coco» de los cuadros, y para mí, un taller y un horno, en una vieja casa cercana a la nuestra. Dédée, por supuesto, pertenecía al grupo. Ella le parecía a Renoir muy capaz, y deseaba vemos trabajar juntos modelando y decorando objetos útiles. No creía en los oficios en los que la «mano» no tiene ninguna función. Desconfiaba de los intelectuales: «Envenenan el mundo. N o saben ver ni escuchar, ni tocar.» En aquel empeño, a Dédée y a mí se nos unió el pintor Albert André y su mujer, Maleck. Albert André había sido como un hijo más para mi padre.
De acuerdo con el deseo de Renoir, lo hacíamos todo con nuestras manos. Íbamos a buscar la arcilla a los campos en los que la tierra nos parecía especialmente grasa. Mezclábamos esta tierra con la arena que traíamos de la orilla de un arroyo. Luego venía el torneado. Nuestro torno era el modelo antiguo, accionado a pie. La cocción se realizaba en. un horno de leña. Cada cocción requería unas diez horas. Por la noche, mientras vigilábamos la temperatura del interior del horno por un agujerito que habíamos hecho en la puerta, escuchábamos discos y comíamos «pissalat». Ese plato tradicional de Provenza se hace a base de anchoas machacadas en aceite de oliva. Lo esencial de aquellas comidas era el pan, un buen pan de campo, de centeno, y el vino, hecho con uva de nuestra propia viña.
Ya de casados, Dédée y yo vivimos algunos años en las Collettes. Allí nació nuestro hijo Alain. Allí conocí a Pierre Champagne. Allí también conocí al escritor Basset, que por entonces vivía en Niza y que me hizo descubrir a Dostoievski. Con aquel afable genio penetraba en un nuevo dominio. Veía príncipes Muichkine en cada esquina de la calle. La vida de Basset estaba marcada con citas de Raskolnikoff. Se había puesto el sobrenombre de Dimitri, en honor del protagonista de «Los hermanos Karamazov». Bautizó con el nombre de Grouchenka a su perrita, una fox-terrier muy buena, perfecta expresión de la paz burguesa, y absolutamente inconsciente de lo que podía evocar el nombre con que su amo la había gratificado. Basset influyó enormemente en mí. Él me introdujo en la grandeza de Dostoievski.
Nuestro amor por el cine había de llevamos fatalmente, tanto a Dédée como a mí, a introducimos en la profesión. Dédée era muy guapa, de una belleza insólita. Se lo decían por todas partes y le resultaba dificil ignorado. Íbamos casi todos los días al cine, y habíamos acabado por vivir en ese mundo irreal de las películas americanas. Añadamos que Dédée pertenecía a la misma categoría femenina que las stars, cuyas apariciones en la pantalla íbamos a ver regularmente. Dédée copiaba sus gestos y se vestía como ellas. En la calle la gente la paraba para preguntade si la habían visto en talo cual película, evidentemente americana. Para nosotros, el cine francés no contaba. De ahí a creer que a Dédée le bastaría dejarse ver en la pantalla para ser aceptada como una Gloria Swanson, una Mae Murray, o una Mary Pickford, no había más que un paso. Le pedí a mi amigo Pierre Lestringuez, que era escritor, y tenía contactos en el cine, que ayudara a mi mujer a franquear aquel mundo. Yo estaba muy decidido a ocuparme de la empresa únicamente en el aspecto financiero. Aquello estaba destinado a la catástrofe.
Insisto en el hecho de que sólo puse los pies en el cine con la esperanza de hacer de mi mujer una vedette. Una vez conseguido el objetivo, tenía la intención de volver a mi taller de cerámica. Ni siquiera sospechaba que, envuelto en el engranaje, me sería imposible salir de él. Si me hubieran dicho entonces que dedicaría mi dinero y toda mi energía a hacer películas, me habrían dado un buen susto.
Como las historias presentadas por Lestringuez no eran del agrado de Catherine, creé yo mismo un breve guión en el que se reflejaba toda mi admiración por las películas americanas. Catherine interpretaba el papel de la joven inocente perseguida por un malvado. Espero que no quede rastro alguno de aquella pequeña obra maestra de la banalidad. Albert Dieudonné, el Napoleón de Abel Gance, aceptó dirigida. Fue un fracaso completo. Aquella película, orgullosamente titulada Catherine, nunca fue proyectada en el cine. No tenía ninguna pretensión de tipo artístico, pero, a pesar de todo, me sentí decepcionado. Debo reconocer que Dieudonné había hecho todo lo posible por mantenerme en los límites de lo razonable. No hay peor sordo que el que no quiere oír.
El demonio de la dirección estaba en mí y debía manifestarse sin que pudiese ofrecer resistencia. Tenía necesidad de expresarme a través de mis propios productos, ya fuesen jarrones de loza o películas. Catherine y yo decidimos lanzamos a una nueva aventura: La fille de teau.
Más tarde, recordaría muchas veces con nostalgia la calma de la vida en las Collettes, bajo los grandes olivos, y el buen aroma del fuego de leña que acompañaba nuestros trabajos. Dédée, abrazada a mí, miraba las estrellas. Juntos nos dejábamos llevar por la embriaguez de la contemplación de cielos inmaculados. En París, pocas veces se miran las estrellas.
El cine, para Catherine y para mí, era un medio de expresión que merecía tener vida propia. La función de difusor de obras literarias o teatrales que la mayoria de espectadores le atribuían era indigna, según pensábamos por entonces. En las películas de los primeros tiempos del cine francés, la interpretación de los actores era, en mi opinión, exagerada, gesticulante, fingida. Naturalmente había excepciones: las de Abel Gance, de Louis Delluc, del admirable Max Linder; estaban también las producciones Feuillade; en definitiva, había obras maestras. Pero el cine corriente, pan cotidiano de las muchedumbres, no era más que una vulgarización del teatro de bulevar o del teatro dramático tipo puerta Saint-Martin. Catherine y yo soñábamos con implantar en Francia un cine liberado de todo vínculo teatral o literario. Esperábamos al mismo tiempo hacer triunfar una interpretación de tipo americano, más inspirada en la observación de la naturaleza que en la manera de interpretar en Francia.
En el transcurso de mi carrera, descubriría que la mala interpretación de los actores es universal, y que cuando tienen talento, éste se sitúa también en un plano universal. A través de mis experiencias como director debía igualmente descubrir que no hay actuaciones exageradas: la interpretación de un actor puede ser «falsa» o «auténtica». Si es auténtica puede permitirse todas las exageraciones. Con frecuencia, admirado por la interpretación de un actor, le he aconsejado entregarse a fondo, sin tenerle miedo al escollo de la farsa.

Pensaba también que la fotografia de las películas francesas era demasiado suave. Soñaba con un cine basado fotográficamente en contrastes violentos. Había llegado al extremo de limitar el maquillaje de Catherine a un fondo de color sumamente espeso y blanco, y a traducir en negro los demás colores, incluso los rosas y rojos. Su boca y sus ojos resultaban así de un negro absoluto. Teníamos ante nosotros una especie de muñeco, un muñeco con talento debo decir, enteramente blanco y negro. Me decía a mí mismo: «Ya que el cine es blanco y negro, ¿por qué fotografiar otros colores?»
Durante la película Catherine, de la que no fui director sino productor, no podía evitar intervenir constantemente en la dirección. Dieudonné necesitaba una paciencia de ángel para no mandamos a paseo a Catherine y a mí. Hice algunas pruebas con nuestro segundo operador, Bachelet. Tenía la idea de que la ampliación monstruosa de detalles naturales podía ayudar al espectador a penetrar en un mundo de
ensueño.
Mi mayor éxito en aquel género fue la realización de mi sueño de infancia, el primer plano de un lagarto ocupando toda la pantalla, y convirtiéndose así en un impresionante cocodrilo. Como ustedes ya saben, siempre sentí cierta debilidad por los cocodrilos. Y la siento todavía. Mi hijo ha heredado esa pasión, cuyo origen se remonta sin duda alguna a Gabrielle. Cuando tenía cinco años y venían invitados a casa, aparecía llevando un lagarto en cada mano, una culebra en torno al cuello, y una rana en el pelo. Ilustraba aquella comedia con el siguiente comentario: «Yo soy amigo de las criaduras.» La confusión entre la «d» y la «t» es hereditaria en nuestra familia. Yo prefería la «t». Mi hijo prefirió, no podía ser de otra manera, la «d».
Mis ampliaciones eran, verdaderamente, tentativas de escapar a la realidad fotográfica. El cuento de hadas venía a instalarse al lado del mosquetero y del «Soltato tel Imperio». Aquel descubrimiento debía llevarme a la que hoy sigue siendo mi ambición profunda: la búsqueda de elementos mágicos en el medio más insignificante de la cotidianidad.
LA PETITE MARCHANDE D'ALLUMETTES -- LA CERILLERITA -- 1928


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CAPTURAS










Ejercicios Técnicos

No tardé mucho en adaptar mi gusto a una fotografia de matices. El cambio de opinión fue total. Veía la posibilidad de tomar planos de una encantadora suavidad. Desgraciadamente, no existían equipos eléctricos adecuados para la utilización de la pancromática en interiores. Pasaron dos años antes de que se me ocurriera la idea de fabricar yo mismo el equipo necesario. A Jean Tedesco, el animador del cine de vanguardia Vieux Colombier, le pareció excelente la idea y se unió a mí en el proyecto. Hasta entonces había hecho La fille de l'eau, Nana, Sur un air de Charleston y Marquitta. Ya había renunciado, por falta de fondos, a financiar mis propias producciones. Un viejo amigo, Raleigh, que me servía de consejero técnico, aprobó con entusiasmo la idea. A Bachelet, mi direcfor de fotografla, también le interesaba. El problema parecía bastante simple. Algunas experiencias nos habían revelado que la película pancromática era sensible a la luz emitida por bombillas ordinarias, pero con un ligero aumento de voltaje. Se trataba, simplemente, de alimentar las bombillas de manera adecuada.
La adopción exclusiva de la película pancromática fue para mí un paso hacia el color, que no utilizaría por primera vez hasta veinte años más tarde, en El río. Casi al mismo tiempo, al otro lado del Atlántico, se había presentado la misma necesidad a los técnicos del cine. N o tardaron mucho en utilizar la pancromática en interiores. El plagio no existe: las ideas se propagan como las epidemias. Los contrastes bruscos de la ortocromática pertenecieron de repente al pasado. Se les guardó entre los recuerdos de la época de los pioneros, al lado de las tomas aceleradas para obtener un efecto cómico. El nuevo tipo de fotografla, al traducir mejor la realidad, abría la puerta a guiones distintos, y a una interpretación diferente por parte de los actores, es decir, a ese sueño de los amantes del realismo, el cine sonoro.
Los descubrimientos artísticos suelen ser el resultado directo de los descubrimientos técnicos. El ejemplo de este fenómeno que más me llama la atención es, en pintura, la revolución impresionista. Antes del impresionismo, los pintores utilizaban colores que permanecían en pequeños cuencos.
Aquellos recipientes se transportaban con dificultad, porque el color se perdía, con lo que el trabajo fuera del taller no era nada práctico. En cuanto surgió la idea de poner los colores en tubos que se cierran con facilidad mediante tapones de rosca, los pintores de la joven escuela pudieron transportar sus colores, y trabajar directamente en la naturaleza. Aunque, evidentemente, la revolución impresionista existía con anterioridad en la mente de los pintores, no se habría manifestado de la misma manera si aquellos artistas no hubieran podido transportar sus colores al bosque de Fontainebleau. Aunque no tuviera la misma repercusión que los colores en tubo para la pintura, el uso de la pancromática significaba para el cine la llegada de una etapa de incomparable riqueza. La mayoría de las obras de arte de la pantalla fueron rodadas en blanco y negro con pancromática.
Raleigh, mi cómplice en esta historia de pancromática y un destacado técnico de cine, era inglés. Una vez jubilado se había instalado en París. Había estado por todas partes. En Hollywood reveló las primeras películas de Mary Pickford y Douglas Fairbanks. En 1912 era representante de la American Biograph en Francia. Aquella cámara usaba una película más ancha que la utilizada con la máquina Pathé. Para promocionar a la American Biograph, Raleigh había adquirido los derechos de fotografia del combate de boxeo entre Jeffries y Johnson. Aquello le proporcionó grandes beneficios. En vísperas de la guerra del 14, rodóun documental sobre el ejército alemán y el francés. La película estaba dividida en. dos partes: mediante un ocultador, los franceses ocupaban la mitad izquierda de la pantalla, y los alemanes la derecha. A los franceses se les representaba atacando, y tirando hacia la derecha, y los alemanes atacaban y tiraban hacia la izquierda.
Raleigh se había instalado en París por la opinión que tenía sobre las relaciones sexuales. «Los ingleses y los americanos -proclamaba-, no se enteran de nada. Aquí, en París, las cosas se entienden.» En la época en que decía eso, había superado ampliamente los sesenta años.
Me propuso transformar en estudio para la pancromática el desván del Vieux Colombier. Nosotros mismos fabricamos los reflectores de hierro blanco y los reostatos adecuados. La corriente la proporcionaba una dinamo impulsada por un motor que procedía de un coche Farman accidentado. El laboratorio de revelado fue instalado en la cocina de Raleigh, quien también había fabricado las cubetas de madera y los bastidores. Para los planos generales, montábamos el decorado en el escenario del Vieux Colombier.
El resultado fue La cerillerita, un cuento de hadas bastante bien conseguido, en el que Catherine Hessling aparece conmovedora y extraordinaria. Interpretó la heroína de Andersen como si se tratará de un número de baile. Era su sueño, y me siento orgulloso de haberlo materializado en la película, la última que rodamos juntos, en 1928. Sus primeros planos, grabados con nuestro material de aficionados, son magníficos.
Cuando rodé Marquitta llegué a la fase aguda de mi pasión por las innovaciones técnicas. Había perfeccionado un soporte de travelín que disminuía esas sacudidas tan di6ciles de evitar en un sistema de raíles. El zoom era desconocido. Mi sistema consistía en hacer un camino de contrachapado. Las juntas entre las plazas se lijaban cuidadosamente. Los tallero s estaban encerados. Se instalaba la cámara sobre un travelín cuyas ruedas habían sido sustituidas por almohadillas. El resultado fue más que satisfactorio. En aquel camino deslizante se podía empujar a la cámara con la punta del dedo. Se podían obtener los movimientos más inesperados agradando la pista de patinaje. La cámara podía deslizarse bruscamente a un lado, girar sobre símisma, o unirse a los movimientos de un actor. Aquel sistema, que encantaba a Jean Bachelet, no fue apreciado por la mayoría de los técnicos de cine. Tal vez a causa de su aspecto, poco acorde con la estética mecánica de los utensilios de un estudio. Lo que ocurría es que los estudios querían utilizar su propio material. Añadamos que los equipos de maquinistas estaban acostumbrados al sistema de raíles, y que el trozo de carpintería acolchada les parecía ridículo.
Otro de mis caprichos era la puesta a punto de un sistema que permitiese colocar a los actores en decorados de miniatura. Lo utilicé en La cerillerita. El procedimiento consistía en fotografiar el decorado en miniatura a través de un espejo. Los actores debían mantenerse en lugares cuidadosamente determinados de antemano. Y se rasgaba la parte del tinte del espejo que correspondía a esos lugares. A través de aquellos huecos, los actores, a tamaño natural, evolucionaban en un decorado en miniatura colocado detrás de la cámara y reflejando en el espejo colocado delante de la cámara. En Marquitta, el decorado en miniatura representaba el cruce Barbes-Rochechouart, con las señales del metro y trenes que pasaban por el puente. Evidentemente por detrás de los actores, se construía un fragmento de verdadero decorado de tamaño natural que se ajustaba al trozo de decorado correspondiente a la miniatura. El peligro del procedimiento era que si un actor hacía un gesto que rebasaba la porción verdadera del decorado, entraba en el campo de la miniatura, y se encontraba bruscamente con un brazo amputado.
La elaboración y ejecución de este truco exigían tal esfuerzo en la puesta a punto que me juré no volver a hacerla. Lo más sorprendente fue que lo obtenido resultó ser técnicamente bueno. Los actores no sobrepasaban la frontera prohibida, mientras que, por encima de ellos, un pequeño tren eléctrico daba realmehte la impresión de que estábamos en Barbes-Rochechouart. Otra ventaja del procedimiento era que se podían aproximar los aparatos de iluminación de los actores, lo que facilitaba una luz más precisa y más económica. Más tarde descubriría que, en Alemania, el operador Karl Freud había inventado un sistema análogo, y que, en Francia, Abel Gance había investigado también en ese sentido. Como pueden ver, el plagio no existe.
Una de las realizaciones técnicas que me produjo mayor satisfacción fue la toma de una comida en Le tournoi dans la cit en 1928. Se trataba de fotografiar a los convidados de un gran banquete sin proceder por una sucesión de primeros planos. N o quería un travelín lateral, pues me habría presentado una serie de espaldas poco atractivas. Mandé construir una mesa de banquete larga y estrecha, unos veinte metros de larga por un metro de ancha, y un puente montado en cuatro ruedas de bicicleta. La cámara estaba fijada debajo y en medio del puente, y era impulsada hacia el centro de la mesa. El objetivo pasaba justo por encima de las cabezas de los actores. Los maquinistas, durante las tomas, ponían en lugar adecuado los accesorios demasiado altos que hubiesen resultado decapitados por la parte superior de ese puente rodante. El resultado fue un éxito. Por aquella época las películas eran mudas, lo que me permitió hacer algo que detesto y que ahora no haría: dar indicaciones de interpretación durante las tomas. Comprendí que no era necesario complicar demasiado el oficio del actor haciéndole participar en problemas técnicos que no son de su incumbencia.
Hasta otra.