Mensaje
por bluegardenia » Mié 20 Dic, 2006 21:13
Regeneración era la primera película de larga duración que jamás se
había realizado. Tuve a la bellísima rubia sueca Anna Q. Nilson en el papel de estrella femenina, y a Rockcliffe Fellows, que acababa de llegar de trabajar en Nueva York, en el papel protagonista. El argumento de la película era simple. La heroína conduce una misión en el Bowery para los pobres de la ciudad. El héroe, doblado de villano (entonces se podían hacer cosas como esta), se ríe de ella por dedicarse a hacer obras de caridad. A pesar de ser un gánster, la chica se enamora y, entonces, resulta muy fácil imaginar lo que sucede después. Creí que si podía evitar el formato habitual, tendría una gran oportunidad de éxito en taquilla.
Las escenas en la Bowery fueron de rutina. Allí estaban los suficientes fracasados y bocrachos para hacer de extras. Lo normal cuando se realizaba una película (hasta que Griffith lo cambió) era la filmación en secuencias, como si se leyeran las páginas de un libro. Griffith me había enseñado a ahorrar, a aprovechar las condiciones climáticas y otras diversas mediante una selección previa. «Rueda primero lo dificil. Las tomas sencillas pueden esperar.» Tras aprender esta lección inolvidable, siempre redacté personalmente el esquema de filmación. Otra idea maravillosa que me aportó Griffith fue la de no dejar que los primeros actores abusaran de los primeros planos.
Realizamos algunas tomas de fondo en el Bowery y algunas en Fort Lee de Nueva Jersey, dejando el resto, incluyendo los interiores de la misión, para más tarde. En el río se desarrollaba la acción más interesante, así que quería tener estas escenas cuanto antes: una excursión al río Hudson para los necesitados de la misión. El guión requería el incendio de la embarcación. Alquilé un bote para las excursiones con puente superior y me fui al Hell's Kitchen para buscar por algunos antros hasta encontrar a dos mendigos típicos. Pude convencerles, después de un buen rato hablando en un inglés básico, de que necesitaba unos cien hombres y cincuenta mujeres que hicieran de pasajeros.
-No llevéis a nadie que no sepa nadar. Se les pagarán cinco dólares y vosotros cobraréis diez como pago de contratadores.
Afinnaron con la cabeza y se fueron.
Mientras los esperaba, alquilé un remolcador para el equipo de la
cámara y para mí. El remolcador seguiría a la barcaza de cerca para que los hombres que fuesen a bordo oyeran a través del altavoz con claridad mis indicaciones. Estaba preparado y me sentía satisfecho con las gestiones, cuando llegaron los pordioseros con una multitud detrás. Eran un grupo humano de lo más variopinto. Algunas de las mujeres eran prostitutas; la mayoría de los hombres tenían aspecto de delincuentes y desalmados.
Me di cuenta de que las mujeres no eran suficientes. No había tiempo para buscar más mujeres como extras, así que la única solución era que algunos hombres hicieran de mujeres. Después de discutido, el administrador apareció con dinero suficiente para comprar veinticinco trajes y se encargó personalmente de conseguidos lo antes posible. Cuando algunos de los hombres con mejor aspecto aparecieron vestidos de mujeres y maquillados, los demás se rieron e hicieron comentarios abiertamente.
Necesitaba que en la película apareciese el vapor, así que hice que el capitán hiciera sonar la sirena antes de ponerse en movimiento. Habíamos cargado un montón de botes con humo y les dije a mis dos gorilas que les prendieran fuego al dades la señal, haciendo luego que los extras se precipitaran por el lugar muertos de pánico antes de subir al barco.
-Que salgan todos y después se alejen del campo de acción de la
cámara -les dije-. Necesito que se tiren al agua.
Me miraron de reojo como queriendo decir: «Así lo haremos».
«Qué Dios se apiade de los rezagados», pensé. «Estos remolcadores
los arrastrarán hasta mitad de camino de Jersey.»
La barcaza soltó amarras y la fuimos siguiendo con el remolcador. Había contratado algunas pequeñas embarcaciones para recoger a la gente y se colocaron en fila tras nosotros. Había un sol espléndido. Ocupé mi puesto en la cabina del piloto, desde donde podía controlado todo. Bajo mis pies, la cámara tomó una lenta panorámica del embarcadero alejándose, luego filmó la embarcación. Hice las secuencias lo bastante largas como para conseguir la ilusión del efecto del paso del tiempo. Después ordené por el megáfono que incendiaran los botes de humo. Cuando la embarcación empezó a arder les ordené gritando que saltasen.
Los cuerpos empezaron a caer en el agua mientras se acercaban algunas barcas a recogedos. Tuvimos una imagen suplementaria. Cuando me preparaba para gritar «Corten» empezó una pelea en la barandilla de la barca. Los dos matones estaban luchando con un hombre al que le había entrado pánico en el último momento y quería escaparse. Uno de los gorilas agarró con fuera el brazo del desertor y el otro lo cogió por los pies. Le dieron unas vueltas y después lo soltaron. De este modo pude conseguir un primer plano excelente de Sam Kingston, el cajero de la Fox, vestido con un elegante traje y un sombrero, mientras lo lanzaban al río Hudson con la bolsa de dinero.
No me preocupé por Sam. Los botes no le dejarían ahogarse. Pero sólo con pensar en que aquellos duros rostros se percatasen de que no había dinero para pagarles me hizo rogar a los cielos. Uno de los botes salvó el día y, seguramente, mi vida, sacando a Sam del agua a tiempo. No había soltado ni un segundo la bolsa con el dinero. Los billetes se habían mojado, pero aún valían.
Siguieron cayendo las mujeres por la borda y hubiera asegurado que algunas no llevaban nada bajo sus faldas. La acción era tan rápida y los cuerpos que iban cayendo, confundiéndose, uno tras otro, no me permitían estar del todo seguro. Pero recé de nuevo para que todo saliese como esperaba. Justo cuando acababa de decir «Corten» al cámara, oí la sirena de los barcos de los bomberos que se acercaban a toda máquina. Una lancha de la policía iba a la cabeza. Íbamos a tener mucha más compañía de la que habíamos previsto en el rodaje.
Las lanchas y las barcas de remos recogieron gente en el río. El jefe de policía saltó a bordo del remolcador y empezó a hacer preguntas a voces. Cuando descubrió que el responsable de todo aquello era yo, me arrestó allí mismo. Mientras, las barcas de los bomberos remojaban a todo el mundo con las mangueras de agua a presión, hasta que los que estábamos fuera del agua estuvimos tan empapados como los que habían caído dentro. Al darse cuenta los bomberos de que no había habido ningún incendio grave ni ningún daño serio, sus comentarios fueron inenarrables. También los míos, del todo inútiles en similares circunstancias.
Al día siguiente los periódicos calcularon que la multitud apelotonada a las orillas de Manhattan y Jersey para ver la embarcación «incendiada» pasaba de las veinte mil personas. No sólo conseguimos una buena película de acción, sino también publicidad gratuita en la prensa. El problema es que yo estaba arrestado.
Los guardias me llevaron a la comisaría de la Calle 53 y me ficharon por un delito evidente de incendio provocado, escándalo e injurias. Teniendo en cuenta sus miradas maliciosas, podían muy bien haber añadido delitos de violación y asesinato. Cuando le pregunté al sargento si podía hacer una llamada, me lanzó un rotundo y seco «sí». Dejó muy claro que no le gustaba nada.
Pude ponerme en contacto con la gente del estudio y preguntar por Winfield Sheehan. En cuanto dije su nombre, se hizo un silencio sepulcral y pude escuchar algunos comentarios. Sheehan cogió el teléfono:
-Sí, ya sabemos lo que ha pasado. ¿Dónde estás? Se lo dije y me contestó:
-No te preocupes, estaré ahí en un minuto.
Cuando colgué el teléfono y me di la vuelta, un policía amabilísimo
me invitó a una taza de café. Llegó Sheehan y habló algo con el sargento. No me sorprendió que aquel sargento, tan duro unos minutos antes, de los mejores servidores del orden de Nueva York, pidiera disculpas al momento y rompiera la hoja con las acusaciones. Winfield Sheehan había sido reportero del World de Nueva York, para pasar después a periodista de Tammany Hall y, finalmente, a secretario del comisario de policía. Conocía a todos los policías de Manhattan y tenía gran influencia. Volvimos al estudio en su Rolls y así terminó el episodio de mi percance con la justicia.
Cuando me vio Fox, me dio un apretón de manos.
-Lo que has provocado hoy no se había hecho jamás a lo largo de
toda la historia de la industria cinematográfica. Sólo la prensa nos dará más publicidad que si les hubiéramos pagado. Y toda aquella multitud, muchacho, ¿qué más podemos pedir? -de inmediato se puso manos a la obra-. Tenemos que sacar la película lo antes posible, sin dejar que la cosa se enfríe. Dijiste que la podías terminar en diez días. ¿Podrías hacerlo en cinco?
Walsh, Raoul, El cine en sus Manos (Each man in his Time), JC, Madrid, 1998, págs. 104-7
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Cuadruplico y voy a por más