<<The Jazz Singer» se estrenó en el Warner Theatre de Nueva York el 6 de octubre de 1927, fecha que a menudo se considera como el nacimiento del cine sonoro. Esto no es completamente exacto, cuando menos en lo que a esta película se refiere. Pese al mito que arrastra desde su estreno, «El cantor de jazz» es una película muda, con los rótulos habituales, pero que incluye un acompañamiento musical sincronizado, cinco canciones y una escena hablada de sólo 281 palabras, después de que el protagonista le haya cantado a su madre «Blue Skies». Pero esto ocurre cuando se reencuentran al cabo de los años. Antes, Al Jolson ha cantado en un cafetín «Dirty Hands, Dirty Faces» y al terminar ha pronunciado su famosa advertencia: «Esperen, esperen; todavía no han oído nada» («Wait, wait; you ain't heard nothing yet»). Esa sería, en rigor, la primera frase completa que se oyó en el cine.
Cinco canciones a cargo de un ídolo de las variedades, un diálogo y un argumento basado en la carta siempre eficaz del amor filial, bastaron para encender la mecha que haría explosionar la industria cinematográfica. Y aunque el cine hablado es conocido como una desesperada maniobra de la Warner Bros para salvarse de la ruina, en un principio fue acogido por los otros productores de Hollywood con reticencia, escepticismo e incluso ironía. «¿Quién demonios quiere oír hablar a los actores?», había dicho Jack Warner antes del prodigio. Mucho más cauto fue Irving Thalberg, quien recibió la noticia del éxito del sonoro durante su luna de miel con Norma Shearer. «Siempre hay que celebrar todas las novedades -dijo-, pero el cine hablado será simplemente una moda pasajera».
Las recaudaciones de las primeras películas habladas (talkies) no tardaron en convencer a los más escépticos al tiempo que sembraban la alarma entre los no preparados para afrontar el nuevo sistema. El siguiente título de Al Jolson, «El loco can¬tor» (The singing fool, 1928) no sólo se convirtió en la película más taquillera de la Warner de aquel año, sino en la segunda de la lista general del periodo 1914¬1931, por delante de dos legendarios éxitos mudos de la Metro -«Los cuatro jinetes del Apocalipsis» y « Ben Hur»-, y sólo precedida por «El nacimiento de una nación». En cuanto a «El cantor de jazz», ocupa el octavo lugar en la lista general y el octavo en la de la productora. Lo mismo ocurrió, por cierto, en otras compañías: en la lista de mayores éxitos de la Metro hay tres películas sonoras: «La Melodía de Broadway de 1929» (tercera), « Min and Bill» (cuarta) y «Anna Christie» (quinta). Concretamente este estudio vio subir sus recaudaciones de 1,2 millones a 3,5 en un año.
Antecedentes técnicos
A la clásica definición de cine sonoro se prefiere últimamente la de «cine hablado», y no sin razón, pues el cine nunca fue tan mudo como se pretende. Sabemos que, desde sus principios, las películas tenían acompañamiento musical, ya fuese por medio de un simple piano, ya de orquestinas y aun de grandes orquestas en casos excepcionales. Se recuerdan, además, temas musicales compuestos por autores de prestigio para películas de grandes pretensiones: Saint-Saéns compuso la de «El asesinato del duque de Guisa» (1908) y Joseph Carle Breil la de «El nacimiento de una nación» (1915), por citar sólo dos ejemplos célebres.
También existía el famoso narrador, encargado de leer los rótulos a los públicos analfabetos. La figura de este personaje fue muy popular. En el cine japonés, asumía al mismo tiempo la función de actor, y siguió vigente hasta bien entrada la época del sonoro. En cualquier caso, conviene insistir en que el cine sonoro estrictamente entendido no nació con «El cantor de jazz» ni con las películas que le siguieron. Lo que allí se inició fue su explotación comercial pero, lo mismo que el cine tiene toda una historia anterior a la sesión inaugural del 28 de diciembre de 1895, también la adición del sonido a la imagen visual tiene un largo proceso anterior a su nacimiento oficial.
En los tres primeros capítulos de la presente obra se mencionan algunos intentos de producción de sonidos cinematográficos, como los llevados a cabo por Dickson, Clément-Maurice Gratioulet o Alice Guy. La grabación y reproducción de los sonidos había sido solucionada por Edison y Berliner con el fonógrafo y el gramófono, respectivamente. Para su integración con la imagen visual era preciso solucionar dos problemas principales: uno era la sincronización entre esas dos manifestaciones de naturaleza distinta pero de origen común; el otro era la amplificación del sonido de tal manera que fuese inteligible y perceptible para el espectador. A partir de las investigaciones de Dickson, Edison adaptó auriculares a algunos kinetoscopios, pero sin resultados satisfactorios. Más éxito tuvo Auguste Baron en Francia, aunque no fue reconocido en su momento, al crear el «grafonocone» y el «cinematorama» con auxilio técnico del fonógrafo. También habría sido interesante que Henry Joly hubiese continuado sus abandonados experimentos sobre el sistema óptico de registro de sonidos en la misma película que la imagen.
Desde 1902, Gaumont y Alice Guy trabajaron en el cronófono, donde sustituyeron el típico rodillo del fonógrafo por un disco. Así hicieron las «fonoescenas», que fueron explotadas comercialmente entre 1911 y 1914 en el Gaumont Palace de París. Hasta la Primera Guerra Mundial, estas investigaciones (a las que se pueden añadir las de Oscar Messter en Alemania, Petersen, Magnussen y Poulsen en Dinamarca, Williamson y Hepworth en Inglaterra o Yoshizawa en Japón) no obtuvieron grandes resultados por lo precario de las mismas. Eran muy imperfectas la amplificación y sincronización obtenidas, además de muy costosa la intervención que requerían. A esto había que añadir la depuración estética que iba consiguiendo el cine mudo y de la que hemos dado detallada cuenta en estas páginas. A partir de la Guerra, el necesario y creciente desarrollo de la radio y la técnica del sonido con vistas a la comunicación afectaron al cinematógrafo.
Las grandes compañías eléctricas se lanzaron a una carrera de hallazgos y patentes que contribuyeron a su expansión en el territorio americano y, de refilón, a la posibilidad del cine sonoro. La Western Electric y la Bell Telephone aunaron esfuerzos y patentaron el « Vitaphone» en 1924, cuya base de funcionamiento seguía siendo la grabación y reproducción por medio de discos, pero con una sincronización casi perfecta o, cuanto menos, mucho mejor de lo conseguido hasta entonces. Para ello utilizaba un motor que coordinaba el proyector y el fonógrafo. Por otra parte, la amplificación del sonido por medios electrónicos era sensiblemente mayor. Así, el «Vitaphone» era presentado por sus creadores como un producto de avanzada calidad y, de hecho, todas las productoras importantes recibieron ofertas para adquirir el sistema, aunque en principio ninguna aceptó. Las causas de la negativa fueron el convencimiento de la alta calidad del cine mudo, plenamente aceptado por el público, y, consecuentemente, el temor ante el riesgo de la novedad y el imprescindible esfuerzo de inversión que comportaba. Sin embargo, la Warner Brothers reconsideró su posición, y el 26 de abril creó la Vitaphone Corporation, con el objetivo de adquirir los derechos del sistema.
Aunque el «Vitaphone» fue el empleado en los primeros largometrajes sonoros de Hollywood, tenía un funcionamiento mecánico que sería rápidamente desplazado por sistemas ópticos, que unen imagen y sonido en la mis¬ma tira de celuloide. Los antecedentes pueden encontrarse en los trabajos de Blake, Bell y Fritts, quienes, alrededor de 1880, trabajaron en la conversión del sonido en impulsos de luz. Más avanzadas fueron las experiencias del francés Lauste, que en 1906 ya logró incorporar sonido a la película, si bien con resultados muy imperfectos y casi inaudibles.
Lee de Forest, que en 1907 había patentado la lámpara triódica, exhibió en 1923 sus «Phonofilms», que incluían una entrvista con el presidente Coolidge, pero tampoco en Hollywood se interesaron por él. En cambio, en Alemania apareció el sistema «Tri-Ergon» en 1919, desarrollado a partir de la lámpara triódica, y que fue adquirido en 1923 por la UFA y más tarde por AEG, quien le dio el nombre de «Tobis».
A partir del «Tobis», dos ex-colaboradores de De Forest, Case y Sponable, crearon el «Movietone», proceso que registraba el sonido directamente y que fue comprado por Fox en 1926 tras el éxito conseguido por Warner con «Vitaphone». Estos dos sistemas dividieron a Hollywood. Se trataba de decidirse por el sonido óptico o la reproducción con ayuda de discos. Cada compañía intentó lanzar su propio sistema, aunque con predominio de los basados en sonido óptico - por ejemplo, el «Photophone», que unió Radio Corporation of America (RCA) con el circuito de salas Keith Orpheum Theatre Circuir, dando origen así a la RKO -, por su mayor calidad y por la necesidad de homogeneizar sistemas a fin de no entorpecer la explotación de las películas en salas que no estuviesen preparadas para tanto.
Del esfuerzo que significó adaptarse a las exigencias del sonoro da idea el caso de la Metro, productora que no se implicó en esta evolución hasta 1929. Hacia esta fecha, las presiones ejercidas por los distribuidores de la cadena Loew, que estaban perdiendo dinero por la competencia de otros exhibidores equipados para el sonido, obligaron a Nicholas Schench a embarcarse en un gigantesco proyecto para equipar a toda la cadena con la nueva tecnología. También anunció que la Metro empezaría a realizar el veinte por ciento de su producción con sonido. En menos de dos años, toda la praduccion de la Metro era sonora.
El primer cine sonoro
El sonido empieza a llegar de manera profesional al cine en 1926, cuando la Warner decide probar el sistema Vitaphone con una superproduccion pensada a mayor gloria de John Barrymore, «Don Juan», que se limitaba a ser una esplendorosa película de aventuras al estilo de las de Douglas Fairbanks, estilo que Barrymore ya había probado en «The Beloved Rogue».
Dado que las películas de la Warner apenas tenían difusión dentro de los grandes circuitos de exhibición, se intentó un acuerdo con diversas salas de tamaño pequeño para adaptarse técnicamente a la novedad que representaba el sonido en esta película y procurar, así, hacer la competencia a las grandes salas (de todos modos, conviene advertir que tanto Warner como el resto de estudios distribuyeron igualmente copias mudas de sus primeras películas sonoras al menos hasta 1930, con destino a los locales que todavía no estuviesen técnicamente adaptados). La diferencia fundamental entre unas salas y otras, aparte del aforo, era que unas podían permitirse tener grupos musicales, o incluso orquestas, para acompañar las proyecciones, y otras no.
El atractivo de «Don Juan» no se basaba en la palabra, pues no es un filme con diálogos, sino en la música incorporada gracias a los discos, por lo que el público podía escuchar la partitura de Mozart sin necesidad de que una gran orquesta interpretase en directo. De todos modos, ya se ha visto que la música en «Don Juan» no suponía una novedad especial, y el éxito de la película fue relativo. En cambio, obtuvieron mayor aceptación unos cortometrajes que la Warner produjo con diversas estrellas de la época - y que incluían la voz del todopoderoso Will H. Hays-, a los que Fox respondió con otros sonorizados mediante el sistema Movietone. En su segundo largometraje sonoro, «Orgullo de raza» (Old San Francisco, 1927), Warner incluyó ruidos, además de música. Su tercera incursión en este terreno ya sería «El cantor de jazz». Fox, por su parte, estrenaría una copia con sonidos de «El séptimo cielo» (Seventh Heaven, 1927), de Frank Borzage.
Tras el impacto que representó «El cantor de jazz» habría que es¬perar un año más, hasta el 8 de julio de 1928, para que la Warner estrenase «Lights of New York» (Luces de Nueva York) que, ésta sí, es la primera película completamente hablada... aunque no para suerte del arte cinematográfico. En realidad, se trata de una pésima película de gángsters que, fiándolo todo a la novedad del sonido, descuida las más elementales reglas de la puesta en escena, convirtiéndose en algo parecido a una mala filmación de aficionados. Costó sólo 75.000 dólares - y se nota - pero recaudó dos millones.
Una nueva incursión de Al Jolson batió todos los récords, recaudando cuatro millones, cifra que la convertía en el mayor éxito de la Warner. Se trataba de «El loco cantor», (The singing fool, 1928) y era de nuevo un tema folletinesco, esta vez sobre el camarero que se casa con una cantante y cae en las simas de la desesperación cuando ésta le deja con un hijo llamado Sonny. Entre mares de lágrimas, el niño sólo era un pretexto para que Jolson le cantase en su lecho de muerte el conocido éxito « Sonny boy», la primera canción que vendió un millón de discos en los Estados Unidos.
Aparte de la expectación que despertaba la personalidad de Al Jolson, «El loco cantor» se había limitado a cambiar el amor a la madre por el amor al hijo, pero a fin de cuentas era el sentimentalismo más trivial lo que continuaba cautivando al público. También se demostraba la conveniencia económica del cine sonoro, pero desde de un punto de vista estético «El loco cantor» no tenía nada que aportar, así como tampoco las películas que se habían ido estrenando en los últimos meses: «Tenderloin» y «Glorious Betsy», con Dolores Costello; «The lion and the mouse», con Lionel Barrymore; «The terror», con Edward Everett Horton, y la ya citada «Líghts of New York».
Todas ellas se resentían de las dificultades técnicas que obligaban a los actores a actuar pegados al micrófono para, a pesar de ello, obtener unos resultados difícilmente inteligibles. Además, la interpretación era tan exagerada como la de principios del mudo, con los actores esforzándose en silabear cada palabra, sin naturalidad alguna. También la puesta en escena se degradó, pues el ruido de las cámaras obligaba a encerrarlas en grandes cajas con cristales, a fin de que los micrófonos no recogiesen el sonido de los motores ni del arrastre de las cintas; las tomas así realizadas resultaban estáticas, y todo contribuía a que pueda afirmarse que el cine sonoro experimentó un alarmante retroceso estético y creativo respecto del cine mudo de los años veinte, al que no podría igualarse hasta bien entrados los años treinta.
Ampliando horizontes
Conviene detenerse en el año 1928, porque fue entonces cuando todos los estudios descubrieron que el cine sonoro tenía futuro, a la vista de los resultados obtenidos por Warner con sus películas y por Fox con sus noticiarios «Movietone» (entre los cuales destaca una célebre entrevista a George Bernad Shaw). Estos noticiarios tuvieron además la virtud de demostrar que se podía rodar con sonido en exteriores, por lo que John Ford y Raoul Walsh salieron al aire libre, el uno para filmar el cortometraje «El barbero de Napoleón» (Napoleon's Barber, 1928), y el segundo para el primer largometraje sonoro con escenarios naturales: «En el viejo Arizona» (In Old Arizona, 1929). Por cierto que Walsh, que además de director era el protagonista de este filme de acción - el bandido Cisco Kid -, sufrió un accidente a consecuencia del cual perdió un ojo, por lo que la película fue terminada por Irving Cummings y su papel adjudicado a Warner Baxter.
Todas las productoras – excepto la Warner, que lo haría un año después -, decidieron adoptar el sistema «Movietone» experimentado por Fox frente al «Vitaphone». De esta manera aunaban esfuerzos que facilitaban la exhibición de cualquier película en cualquier sala, y apostaban por la inclusión del sonido en la misma banda de celuloide que la imagen, pues se había demostrado que la sincronía se obtenía mejor con sonido óptico que por medio de discos.
Así, en 1928 encontramos a la Universal enfrascada en sonorizar sus últimos éxitos mudos -«Soledad», de Paul Fejos; «El hombre que ríe», de Paul Leni a la vez que ensaya un primer rodaje sonoro con «Melody of Love», de Heath. Su mayor atrevimiento fue la producción de «Magnolia» (Show Boat, 1929). Fue realizada por Harry Pollard, quien en 1927 había dirigido la aburrida «La cabaña del tío Tom» (Uncle Tom's Cabin), sonorizada un año después. Laura La Plante y una Alma Rubens en uno de sus últimos buenos papeles antes de morir, eran las estrellas de esta película convertida en todo un contrasentido, pues comenzó a rodarse muda cuando estaba basada en uno de los más fascinantes musicales de Jerome Kern y Oscar Hammerstein II, que adaptaban una novela de Edna Ferber y cuyo reciente montaje en Broadway, debido a Florence Ziegfield, había sido uno de los grandes acontecimientos de la cultura popular norteamericana. El éxito de «El loco cantor» debió hacer entender a los directivos de la Universal la locura que estaban cometiendo, y alteraron el rodaje para incorporar algunos números cantados. El resultado, sin embargo, es insatisfactorio, y ésa fue la tónica general de la Universal en estos años, hasta el punto de que puede considerarse que esta fue la productora que ' peor supo adaptarse a los nuevos tiempos. Si acaso convendría no olvidarse de la ya citada «Broad¬way» (1929), de Paul Fejos, con espectaculares imágenes de un night-club, pero lastrada por la poca convicción de la habitualmente glamourosa Evelyn Brent.

Un momento historico; se registra por primera vez el rugido del leon de la Metro para “Sombras Blancas”
«La melodía de Broadway» fue anunciada como la primera «all-talking, all-singing, all-dancing movie» y fue también el primer musical que ganó el premia de la Academia de Hollywood a la mejor película. Siguiendo la tónica del filme anterior - o paralelamente a él -, la Metro pergeñó una típica revista titulada «The Hollywood revue of 1929>>, donde aparecían todas sus estrellas en números no siempre afortunados; así, por ejemplo, se vio a Buster Keaton disfrazado de ridícula odalisca y bailando una absurda danza oriental, mientras Norma Shearer y John Gilbert recitaban citaban la escena del balcón de «Romeo y Julieta» incorporando el technicolor. Robaba el espectáculo una juvenil y maravillosa Joan Crawford cantando y bailando «Got a feelin' for you», y hacía historia involuntariamente un número titulado «Cantando bajo la lluvia» interpretado por unas señoritas en chubasquero. ¿Quién iba a decirles que, veintitrés años después, sus filigranas pasarían a la memoria sentimental de una nueva generación gracias a una obra maestra de Gene Kelly que llevaba precisamente aquel título?
Este tipo de películas tuvo, por supuesto, sus imitaciones. En el mismo año, la Warner producía «Arriba el telón» (Show of shows, 1929) que contaba con algunas sorpresas: John Barrymore recitando uno de los soliloquios de «Ricardo III» y Rin Tin Tin, el perro estrella del estudio, mezclado en una especie de pantomima oriental con una starlette destinada da a convertirse en estrella de primera magnitud: Myrna Loy. Lo que caracteriza a estos y otros potpourris no es sólo la utilización del sonido - y, naturalmente, la palabra - como atracción principal, sino la no menos característica explotación de las principales estrellas del estudio, puestas en el dramático empeño de demostrar al público que sabían hablar como cotorras... y cantar como buenamente podían.
Desde el estudio Paramount se consideró que el cine sonoro exigía de profesionales habituados a trabajar con la palabra, y recurrieron a Broadway para conseguir directores y actores con experiencia. De esta manera llegó a Hollywood Rouben Mamoulian, en cuya primera película, «Aplauso» (Applause, 1929), logró devolver a la cámara la movilidad perdida. Para ello rodó parte de la misma muda, a la vez que diseñó el montaje de sonidos para la sonorización posterior. Así, la sonorización entraba a formar parte del proceso creativo, y dejaba de ser un añadido a última hora, que fue lo que Paramount hizo con algunas producciones de importancia que funcionan mejor sin sonido que con él: «La marcha nupcial» (The Wedding March, 1927), de Stroheim, o «El patriota» (The Patriot), de Lubitsch.
Walt Disney también aprovechó el sonido, dando voz al ratón Mortimer -precursor de Mickey- en «Steamboat Willie». Más tarde continuaría su investigación en este terreno con las «Sinfonías tontas» (Silly Symphonies).
Lo más destacado del sonido en el campo de las productoras fue que gracias a él nació la RKO (Radio-Keith-Orpheum), pues este estudió surgió en 1928 de la fusión del circuito de salas Keith Albee-Orpheum con la distribuidora Film Booking Office de Jo¬seph Kennedy y la RCA de Rockefeller, que daba así salida a su sistema Photopone. Hasta «Cimarrón» (Cimarron, 1931), no hay ninguna gran película en este estudio, pero «Río Rita» (Rio Rita, 1929), además de permitirse ensayar con el Technicolor, tiene el atractivo de contar con la actuación de los tres hermanos Moore: Matt, Tom y Owen, el ex-marido de Mary Pickford, que pudo hablar en la pantalla antes que ella. Por lo demás es un musical que se resiente de los desastres técnicos habituales de la época y que fueron aún más graves en «El amante vagabundo» (The Vagabond Lover, 1929), pese a Rudy Vallee y Marie Dressler.
La gran Norma Talmadge, que llevaba mas de una decada ocupando un trono indiscutido, aparece enfrentada a ese terrible artilugio al que, desgraciadamente, no llego a vencer. Solo hizo dos películas habladas, la segunda de ellas una version de “Madame Du Barry”, que denotaba de manera escandalosa algo que sus adoradores algo que nunca hubieran sospechado; un acento de Brooklyn que hizo reir a las plateas. Tanto es asi que su hermana Constante, mas prudente, le mando un telegrama famoso; … Dejalo mientras tengas buen aspecto y agradece a Dios las inversiones en Bolsa que hizo mamá…
El caso de Norma, asi como la patetica (y poco merecida) caida de John Gilbert, solo son dos ejemplos aislados del pánico que se adueño de Holywood cuando las estrellas se vieron obligadas a hablar. Aunque se ha exagerado el numero de las que fracasaron con el sonido, si es cierto que muchas empezaron a decaer por muy distintos motivos. El mas corriente era que su voz resultaba demasiado debil para encajar con su imagen fisica – caso de Charles Farell – o que, al ser extranjeros, su ingles era deficiente – caso de Vilma Banky, Pola Negri o Emil Jannings, obligados a regresar a Europa, a pesar de su gran prestigio -.
Otra de las causas del declive de algunas estrellas cuya voz resultaba excelente, era lo desfasado de su juego interpretativo, lo cual implicaba una total inadecuación a los nuevos tiempos. Éste sería el caso de aquella pareja de intocables que fueron Mary Pickford y Douglas Fairbanks. Después de aparecer juntos por vez primera en «La fierecilla domada», hicieron otras dos películas sonoras cada uno que constituyeron sendos fracasos de taquilla, precipitando el retiro de ambos. En cuanto a Clara Bow, desapareció porque su personaje de flapper optimista, que había hecho furor en los años veinte, quedaba anacrónico en el umbral de la Depresión.
Es posible que esta historia resulte familiar a los públicos de hoy, gracias a la película de Gene Kelly «Cantando bajo la lluvia». Precisamente uno de sus personajes más celebrados, si no el que más, es el de la gran diva del cine mudo (magnífica Jean. Hagen) que hace el ridículo cada vez que tiene que enfrentarse al micrófono.
En realidad, esta caricatura suaviza las aristas más dramáticas de una transformación radical, que no sólo derribaba a muchos ídolos establecidos sino que, además, dejaba sin empleo a una serie de técnicos que sólo se justificaban dentro de las estructuras del cine mudo, como las orquestínas que solían ambientar los rodajes o, ya en las salas de exhibición, los músicos y narradores. En contrapartida, jamás tuvieron tanto trabajo las academias de dicción, que surgieron en Hollywood como hongos. Y actores y actrices cuya voz sirvió en un primer momento de emergencia vieron subir su cotización como la espuma (este fue el caso de Betty Compson y Conrad Nagel)...
Fuente: Texto y fotografías pertenecientes a La Gran Historia del Cine del Gran Terenci Moix
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