
El Cinematógrafo como forma artística, por Maya Deren
De nombre, Maya
1943 fue un año importante para Deren: además de filmar Meshes, se casó con Shasha (su segundo marido, ya que tuvo un breve matrimonio entre 1935-38) y se cambió el nombre por el de Maya, un término con varios significados mitológicos (es el nombre de la madre de Buda, pero también significa ‘agua’ y en hindú, ‘el velo de la ilusión’ que nos impide ver la realidad). A partir de ahí Deren no para de filmar, y realiza At land (1944), una crítica de los rituales sociales que también protagoniza; A Study in Choreography for the Camera (1945), hecha en colaboración con el bailarín Talley Beattey; Ritual In Transfigured Time (1946), otra mirada a los rituales sociales; y Meditation on Violence (1948), en la que la cámara sostenida por Deren se entrega a un diálogo cuerpo a cuerpo con el bailarín Chao li Chi.
Es entonces cuando Deren comienza a elaborar su teoría del cine, plasmada en artículos como An Anagram of Ideas on Art, Form and Film y El cinematógrafo como forma artística, en los que enfatiza la necesidad de desarrollar el cine como arte, dotándole de un idioma formal propio e independiente.
Una tarea que ella misma emprendió al explorar el tiempo cinematográfico, rasgo distintivo de sus filmes que ella relacionaba con su condición femenina, con la percepción del tiempo que tienen las mujeres, marcadas por su género.
Rituales en Haití
Durante esos años se dedica a mostrar sus filmes (en unas proyecciones llamadas ‘Tres filmes abandonados’, una alusión a Paul Valéry, para quien una obra de arte nunca se acaba, simplemente se abandona) y a dar conferencias sobre su visión del cine. En 1947 es la primera mujer en ganar el Gran Premio Internacional de Cine Experimental del Festival de Cannes. Ese mismo año se divorcia de Hammid y recibe una beca de la fundación Guggenheim para investigar el ritual del vudú en Haití, a donde viajó en numerosas ocasiones entre 1947 y 1954.
Fruto de ello son miles de metros de película dedicados a registrar rituales (en los que sorprende la intimidad que consigue con los participantes), grabaciones de los cánticos, y Divine Horsemen: the living gods of Haiti (1952), un documentado estudio sobre el ritual del vudú. Cineasta pasional y no distanciada, Deren se implicó tanto que llegó a participar en las ceremonias; de hecho, en uno de sus viajes a Haití fue iniciada como sacerdotisa vudú. En sus viajes le acompaña su nueva pareja, el músico Teiji Ito, 18 años más joven, que compuso la banda sonora de Meshes y que, en 1985, reconstruyó las filmaciones de Deren sobre Haití y terminó de dar forma a esa película inacabada, titulada también Divine horsemen.
Siempre crítica con Hollywood, a finales de los años ‘50 Deren fue una de las creadoras de la Creative Film Foundation, dedicada a premiar el trabajo de cineastas independientes. Según escribe Wendy Hashlem en la revista Senses of cinema, las proyecciones independientes de Deren inspiraron la creación de Cinema 16 de Amos Vogel, una filmoteca que promovía y exhibía filmes experimentales, y de la primera cooperativa de cineastas de Nueva York.
Los siguientes no fueron años fáciles para Ito y Deren: eran muy pobres y tuvieron muchos problemas para conseguir terminar la que sería su última película, The very eye of the night, hecha con la colaboración del Metropolitan Opera Ballet School: aunque se terminó en 1955, no se proyectó en EE UU hasta 1959 por problemas con su productor. Ésta sería su película más incomprendida, una obra en la que bailarines al estilo de los dioses griegos danzan sobre un fondo de estrellas.
Poco a poco, la salud de Deren se fue deteriorando, y la muerte le alcanzó con tan sólo 44 años, el 13 de octubre de 1961. Hay muchos rumores sobre su muerte (la versión más llamativa es la difundida por su amigo y también cineasta Stan Brackage, que sostiene que su muerte fue un castigo por su íntima implicación con el ritual del vudú), pero lo cierto es que Deren sucumbió a una mezcla de desnutrición y abuso de anfetaminas, que tomaba por prescripción médica. Sus cenizas fueron esparcidas por el monte Fuji, en Japón.
Irene G. Rubio - Diagonal