-¿Qué Francia?
¿La de un montón
de ambiciosos y malvados?





FICHA TÉCNICA Y ARTÍSTICA
Director: Eric Rohmer
Guión: Eric Rohmer sobre la historia de Grace Elliot:
"Journal of My Life During the French Revolution"
Productor: Françoise Etchegaray
Música no Original: Claude Balbastre y François-Joseph Gossec
Fotografía: Diane Baratier
Montaje: Mary Stephen
Casting: Marion Touitou
Diseño de Producción: Lucien Eymard
Vestuario: Gilles Bodu-Lemoine, Nathalie Chesnais, Pierre-Jean Larroque, Maritza Reitzman
Maquillaje y Peluquería: Christophe Giraud, Véronique Hebet
Pintores: Régis Lebourg, Bénoît Magny, Clementine Marchand, etc.
Efectos Especiales: Dominique Corbin, Eric Faivre
Productora: Compagnie Eric Rohmer (CER), Pathé Image Production
País: Francia
Estreno: 7 de Septiembre del 2001.
Género: Histórica / Drama
Color: Color
Duración: 129 minutos
Formato Original: HDTV 1.77:1
REPARTO
Jean-Claude Dreyfus .... Duque d'Orléans
Lucy Russell .... Grace Elliott
Alain Libolt .... Duque de Biron
Charlotte Véry .... Cocinera
Rosette .... Fanchette
Léonard Cobiant .... Champcenetz
François Marthouret .... Dumouriez
Caroline Morin .... Nanon
Héléna Dubiel .... Madame Meyler
Laurent Le Doyen .... Section Miromesnil: Officer
Georges Benoît .... President
Serge Wolfsperger .... Aide
Daniel Tarrare .... Justin the Doorman
Marie Rivière .... Madame Laurent
Michel Demierre .... Chabot
Serge Renko .... Vergniaud
Christian Ameri .... Guadet
Eric Viellard .... Osselin
François-Marie Banier .... Robespierre
Anne-Marie Jabraud .... Madame de Gramont
Isabelle Auroy .... Madame de Châtelet
Jean-Louis Valéro .... Cantante Callejero
Pascal Ribier .... Soldado
DVD
Edición: Magan Films
Lanzamiento: 13-2-2002
Región: 2
Video: Pal
Relación de Aspecto Original: Sí
(aunque los burros de Manga y ciertos autores de reviews la cataloguen como 1'85)
Discos: 1 DVD9
Anamórfico: Si
Audio: Dolby Surround: Español, Francés
Subtítulos: Español
Bit Rate Medio: 7'74 Mb.

IMDb | DVDGO | Senses of Cinema
CARÁTULA

SINOPSIS
París, 1793. La Revolución Francesa se cobra las vidas del Rey Luís XVI y su consorte cuya cabeza cortada pasea por las Tullerías entre el alborozo del pueblo. Grace Elliot, una aristócrata inglesa afincada en París, rechaza huir a Londres y prefiere continuar en París, arriesgando su cabeza, incrédula de la masacre del pueblo en nombre de la "libertad, igualdad y fraternidad" que acabó con las vidas de gran parte de la aristocracia francesa. Para ello tendrá que acudir a su protector, Felipe de Orleáns, quien tampoco podrá escapar de los vaivenes de la convulsa situación política.
Arte del Espacio

Por el contrario, la evolución del cine hasta estos últimos años se podría caracterizar por el debilitamiento de cierto sentido-del espacio que no habría que confundir con un sentido de la imagen o con una mera sensibilidad visual. Es notable que esta evolución sólo empezara a ser verdaderamente sensible unos diez años después del descubrimiento del montaje. Si el nacimiento del cine como arte data de la época en que "el planificador imaginó la división del relato en planos", ello no se debe, como afirma André Malraux,1 a que la fotografía móvil sea un medio de reproducción y no de expresión, sino más bien a que la técnica de la sucesión de pIanos contribuyó a reforzar el carácter expresivo de cada uno de ellos; por ejemplo, al hacer perceptibles algunos movimientos de muy escasa amplitud (un parpadeo, la crispación de los dedos) o al permitir seguir aquellos movimientos cuya trayectoria supera con mucho la extensión del campo visual. Así, el espacio cinematográfico se definirá en relación con el espacio escénico tanto por la estrechez de la superficie visible como por la extensión del lugar de la acción; por lo tanto, lo que el realizador ha de determinar de acuer do con cierta concepción de la espacialidad no es solamente el interior de cada uno de los planos, sino la totalidad del espacio filmado en El maquinista de la General [The General, 1926] de Buster Keaton, el movimiento de ida y vuelta del tren corresponde a una obsesión espacial muy precisa.
Esta atención a la expresión espacial apareció, pues, muy pronto en la historia del cine, y cabría preguntarse, al fin y al cabo, si la Hidroterapia fantástica [Hydrothérapie fantastique, 1909] de Mélies no es tan puramente cinematográfica como talo cual montaje consciente de los años 1925-1930. En primer lugar históricamente, pero también lógicamente, si se puede decir así, por la lógica de un arte que, siendo el arte del movimiento por excelencia, ha de organizar su código de significación de acuerdo con una concepción gener¡:¡,1 tanto del tiempo como del espacio, sin que haya de antemano ninguna razón para que el tiempo desempeñe aquí un papel privilegiado. El espacio, por el contrario, parece ser la forma general de sensibilidad que le es más esencial, en la medida en que el cine es un arte de la mirada. También las obras a las que en general se concede el nombre de cine puro -las películas de vanguardia- se han ocupado ante todo de problemas de expresión plástica, de la creación de una "cineplástica" del gesto.2 Advirtamos, sin embargo, que cierto número de ellas -es el caso de Le sang d'un poete [1930] de Cocteau o de Un perro andaluz [Un chien andalou, 1928] de Buñuel-, revelan un modo de significación que está más vinculado a concepciones literarias o pictóricas que a las verdaderamente cinematográficas: ciertamente no es por su grado de abstracción que se podrá determinar el grado de pureza de una película, sino por la especificidad de los medios que emplea.
Aquí no se trata, pues, de mostrar una vez más cómo algunos realizadores han sido influidos por la estética de la pintura -buscando una "deformación" análoga a la que se pueda encontrar en un cuadro de Paolo Uccello o del Greco-, o por la de la danza -acompasando los movimientos de los actores como los de los personajes de un ballet-, sino de indicar en qué medida el cine puede, en este ámbito, usar medios de expresión que le son propios. La naturaleza misma de la pantalla -espacio rectangular enteramente lleno que ocupa una porción relativamente estrecha del campo visual- condiciona una plástica del gesto muy diferente de aquella a la que nos habituaron las artes escénicas. Por ejemplo, ese movimiento del brazo, tan familiar en el actor de la ópera, que utilizan los personajes de las películas de Mélies, encuentra más fácilmente su razón de ser en el espacio escénico, a la vez fijo e indeterminado, que en el interior de un rectángulo cuyos bordes están claramente señalados y que sólo circunscribe de forma provisional una porción más o menos extensa de la superficie en que transcurre la acción. El gesto del actor de cine no sólo se hizo progresivamente más discreto, sino más "encogido", deformado, por así decirlo, por la proximidad del borde de la pantalla, al reservarse el realizador la posibilidad de interrumpirlo en el momento mismo en que violase ese equilibrio plástico cuya consecución puede ser tan rigurosamente buscada como en una pintura o un fresco. Por otra parte, por paradójico que pueda parecer, el espacio de la pantalla ha sido, antes incluso de la utilización sistemática de la profundidad de campo, un espacio tridimensional, mientras que el espacio escénico muy a menudo tiene sólo dos dimensiones porque la situación elevada del escenario en relación Con una parte al menos de los espectadores convierte en inexpresivo el movimiento desde delante hacia atrás. Los más grandes realizadores, por el contrario, se han preocupado de sugerir esta profundidad de la que en realidad la pantalla carece: no es una simple coincidencia que el motivo visual de la espiral aparezca en obras como El gabinete del doctor CaJigari [Das Kabinett des Dr. Caligari, 1919] -el secuestro de Lil Dagover-, Nosferatu, el vampiro [Nosferatu, eine Sinphonie des Grauens, 1922] -el "ocho" del coche en el país de los fantasmas-, Lo viejo y lo nuevo [Staroie i novoie, 1929] -el tren de carretas en las curvas de la carretera-, La dama de Shangai [The Lady from Shangai, 1947] -la caída en el tobogán. En definitiva, las formas de expresión espacial deberán concordar con los modos generales de expresión del tiempo utilizados en la película, y toda deformación del espacio se acompañará con una deformación del tiempo (enlentecimiento o aceleración). El montaje, con el establecimiento de su propio ritmo -en el que se integrará el ritmo particular de cada plano- podrá modificar singularmente el carácter expresivo de un movimiento determinado.
Así, contrariamente a lo que podría parecer de entrada, una película estará más expuesta a la acusación de esteticismo cuanto menor sea su grado de pureza: cuando la voluntad de estilo del realizador no logre determinar con suficiente rigor el contenido, de acuerdo con el modo de expresión adoptado. Son las obras cuyo tema es más rico en potencia emotiva directa las que con mayor dificultad logran quitarse de encima la trivialidad visual: al considerar el carácter expresivo del plano sólo como un elemento parasitario, se busca la belleza de la imagen por sí misma. Desde nuestro punto de vista, las películas más válidas no son las que cuentan con la fotografía más bella, y la colaboración de un operador genial3 no podría conseguir que aquellas nos impusieran una visión del mundo original.
Si algunas de las mejores y más ambiciosas películas se siguen rodando en blanco y negro no es porque el color no se ajuste a ellas, sino porque ellas no pueden ajustarse al color, puesto que su propia ambición las fuerza a limitar su presupuesto. Carece de sentido pretender que nada habrían ganado con el color, pues ignoramos todo el partido que el director le habría sacado. Por el contrario, se puede ver muy bien lo que otras películas habrían perdido de haber sido rodadas en blanco y negro.
Yo dividiría también en dos categorías las mejores películas en color estrenadas hasta la fecha. Por una parte, aquellas que se recuerdan por la armonía, la tonalidad general con la que el autor, el decorador, el diseñador de vestuario o el director de fotografía han querido hacer un trabajo si no de pintores sí al menos de hombres expertos en el arte pictórico. La puerta del infierno [Jigokumon,
1953], Romeo y Julieta [Romeo and Juliet, 1954], Lola Montes [Lola Montes, 1955] apenas se han esforzado por imponer sus méritos. El color es sólo otro refinamiento, un lujo casi necesario para estos temas lujosos: flanquea, subraya y da consistencia a la trama dramática, aunque sin servir nunca como único resorte. En la segunda categoría, por el contrario, es el color el que cuando se tercia dirige el juego de forma indiscutible. Estas películas nos atraen menos por su atmósfera de conjunto que por la fuerza de algunos detalles, de algunas cosas coloreadas: el vestido azul de Harriet en El río, o el vestido verde de "Corazón solitario" en La ventana indiscreta. Este azul, este verde no se contentan con sostener la expresión, sino que aportan una idea nueva, nos evocan con su propia presencia un momento preciso, una emoción sui generis.
Es por esta segunda concepción por la que apuesto, porque es, por así decir, positiva. Hemos aceptado el color. Bien. Hagamos algo más: amémosle. Muy a menudo todavía, reconocemos sus méritos de forma negativa. Consideramos lo que aporta y no lo que, bien manejado, podría no saquear. En las películas enumeramos simplemente los efectos que sólo él hace posibles. Los contáis con los dedos, lo sé, pero existen.
De diez personas que vieron Atrapa a un ladrón [To Catch a Thief, 1955], nueve evocaron el famoso plano del "cigarrillo en el huevo". Este gag, eficaz donde los haya, ¿Hitchcock lo habría podido concebir en blanco y negro?1 No, por supuesto, y sin embargo, si uno se detiene a pensar, ¿qué tiene que ver ahí el color? No es el amarillo como tal, sino la materia misma del amarillo del huevo la que nos produce esa impresión, tan divertida para unos y violenta hasta el hastío para los otros.
Pero, y esto es lo importante, sin el color ese huevo sólo es un huevo a medias. Sólo lo es plenamente con él. Sólo con él la expresión cinematográfica alcanza un realismo absoluto. Ese huevo lo volveréis a encontrar, casi con igual evidencia, en una naturaleza muerta muy reciente del más cotizado de nuestros jóvenes pintores. Aunque, a decir verdad, ¿es el mismo? El primero sólo existía por el color, el de Buffet sólo vive para el color. La gran idea de la pintura moderna es haber hecho del color un ser en sí o, al menos, ellegislador absoluto de la tela, el valor supremo. Para Van Gogh, Cézanne o Matisse, el cielo es azul antes de ser cielo. El verde de una fruta extenderá su prolongación en una mesa o en un rostro si la armonía asílo exige. El pintor ha derribado adrede las barreras que separaban los tres reinos naturales: animal, vegetal y mineral. Sólo les ha sido dado a los más grandes suscitarlos de nuevo mediante un artificio que ya no es el de la escuela, expresar la "materia" sin necesidad de "modelado", o la profundidad sin recurrir a la banal perspectiva.
Lo que era paradójico en tiempos de Manet, hoyes tan sólo un lugar común. Las escuelas modernas y, posiblemente, cien años de fotografía en blanco y negro nos han enseñado a distinguir el "valor" del "matiz". Como creo que solía decir Gauguin, sabemos que las naranjas son más brillantes, más "anaranjadas" en un día gris.
Hemos aprendido a mirar como si fuéramos pintores.
¿Es esa misma mirada la que conviene pasear por la pantalla? "¡Te ha gustado Atrapa a un ladrón!" me decía uno. "¡Cuántas postales! ¡Y
ese baile de máscaras!", añadía mi interlocutor, hombre muy seguro de sus gustos y que es además un pintor estimado, "¡Qué desorden más insoportable! ¡Si por lo menos hubieran buscado adrede lo chillón!" Semejantes objeciones te dejan estupefacto. ¿Cómo no darle la razón al adversario, no confesar que uno no había pensado demasiado en ello, en fin, que se había dejado seducir demasiado pronto?
¿Nos transportará el cine más allá de las normas del buen gusto y del mal gusto? ¿Será tan sólo un arte de Épinal, cuya grosería ha de ser aceptada o rechazada en bloque? No lo creo en absoluto. Si en la pantalla no observamos ciertas discordancias no es porque nuestra sensibilidad esté embotada, sino porque las contemplamos con una mirada diferente a la de la tela. En la película mencionada, yo no he visto postales, o no más que las que encuentro si me paseo de Cannes a Mentan (aunque estos paisajes me invitan a evocar más bien a Matisse, Dufy o Bonnard). La pantalla, no se me malinterprete, no es la realidad, pero tampoco es en absoluto ningún cuadro; es preciso dar un rodeo que no es el que damos ante la una o el otro. El aficionado a los conciertos se siente decepcionado por los discos, pero el discómano también lo está por los conciertos. Alguien que oye por primera vez una retransmisión en "frecuencia modulada" puede creer que el aparato está mal sintonizado. El sonido exacto le parece chillón, impuro. Poco a poco, se decanta, olvida el ruido para retener sólo la armonía.
Así ocurre también con el cine en color. Nuestros ojos habían aprendido a difuminar los tonos naturales violentos. Es preciso que aprendan a purificar la pantalla, como aprendieron a purificar la realidad. Al convertir esta purificación en inútil por exceso de gusto o exceso de cuidados, empañáis este brillo propio de los objetos que la cámara restituye bastante bien, traicionáis la realidad sin lograr hacer arte.

Creamos a Jean Renoir cuando nos confía: "Estoy convencido de que nuestro oficio es el de fotógrafos. Si uno se planta ante una escena diciendo: quiero ser Rubens o Matisse, estoy seguro de que se llevará un chasco".
¡Qué importa si en esa declaración hay una gota de ingenuidad fingida! Renoir es libre de amar la pintura, e incluso de deber a su contacto con ella la seguridad de su gusto. Me gustaría creer que estas dos concepciones, la del pintor y la del cineasta, no son irreconciliables.
El color en la pantalla parece indiferente a la cohorte de gentes de gusto, a la que uno no puede menos que jactarse de pertenecer. Pero, no hace mucho, aquélla condenaba al cine en su conjunto de forma casi unánime. Lo condena todavía, al querer, con una pretensión abusiva, imponerle sus gustos y sus colores.
(Arts, n° 559, marzo de 1959)
L'ANGLAISE ET LE DUC -- LA INGLESA Y EL DUQUE -- THE LADY AND THE DUKE



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CAPTURAS










que produce admiración por su semejanza con las cosas
cuyos originales nadie admira.
Pascal

que son o lo que pasan por ser ante nuestros ojos. Al mismo tiempo que se alinean en nuestros muros, el cubo, el cilindro y la esfera desaparecen de nuestro espacio. Así el arte entrega sus bienes a la naturaleza. Convierte la fealdad en belleza, pero ¿será verdad la belleza, si sólo existe a pesar y casi en contra nuestra?
La tarea del arte no es la encerramos en un mundo cerrado. Surge de las cosas, ya las cosas nos conduce. No se propone tanto purificarlas -es decir, extraer de ellas lo que obedece a los cánones- como rehabilitarlas y conducimos sin cesar a reformar esos cánones. Ahora este trabajo lento está a punto de terminar. La apatía y la abyección son la materia de nuestras novelas; nuestros pintores se complacen en lo uniforme o lo chillón. Se puede entrever que pronto habrá que devolver a la nobleza y al orden la dignidad que habían perdido. Temo, de todos modos, que se atribuya este hundimiento común del arte de decir y del arte de pintar a causas totalmente contrarias. Pues uno, al renunciar a cantar, ya sólo quiere mostrar, y parece que la dignidad de existir no exija ya ningún otro aderezo. "Mi empresa no tiene precedentes": desde hace casi cien años, ¿qué obra escrita no justificaría este exergo? La pintura, por el contrario, ha querido cantar a la materia, es decir, a su visión. Ningún objeto entra en su espacio si no se ajusta antes a sus dimensiones, y ésta es la regla, escogida de antemano, que determina la infinidad de sus aplicaciones. Pero, tanto aquí como allí, veo un mismo deseo de socavar el prestigio del ser. Admitir solamente lo insólito o reformar lo habitual son cosas muy parecidas. Si nuestra época fue la de las artes plásticas es porque nuestro lirismo sólo ha podido encontrar en ellas su medida: ahí la evidencia desafía al canto. Se dirá que este punto de vista es el del sentido común más grosero. Ahí es precisamente donde yo quería llegar.
Una vez descubierta la perspectiva, reconocemos en los objetos las dimensiones respectivas que adquieren en nuestra retina. Enseguida aprendimos que no existían líneas, y que todo se reducía a un juego de sombra y luz, puesto que la propia materia era color y que el color más simple surgía de la yuxtaposición de numerosos tonos. ¿Nuestra visión cambió por ello? Mostrad a un niño un cuadro de Picasso: reconocerá en él un rostro que un adulto apenas logrará descubrir. Si se le muestra ahora un cuadro antiguo, el adulto concederá a este último su preferencia. Si Rafael no hubiera existido, no tendríamos el derecho de llamar al cubismo locura o garabato. El Guernica no refuta La bella jardinera, ni viceversa. Aunque no creo arriesgarme demasiado al afirmar que una de estas obras ha sido, es y será siempre más conforme que la otra a nuestra visión ordinaria de los objetos. "La manzana que como no es la que veo": estas palabras de Matisse sólo definen el arte moderno, no la totalidad del arte. Se denominan precisamente clásicos los períodos en los que la belleza según el arte y la belleza según la naturaleza parecen formar una unidad. Somos muy libres de exagerar sus diferencias, pero dudo que con ello crezca el poder del arte sobre la naturaleza.
Mientras tanto, ha nacido un arte que nos dispensa de loar la belleza y apropiárnosla con nuestro canto. El cine demuestra mejor que nadie la vanidad del realismo, pero, al mismo tiempo, cura al artista de este amor propio por el que en todas partes fallece. Una larga familiaridad con el arte no nos ha hecho más sensibles a la belleza gastada de las cosas; tenemos unas irresistibles ganas de mirar al mundo con nuestros ojos de cada día, de conservar con nosotros ese árbol, ese agua que corre, ese rostro alterado por la risa o la angustia, tal como son, a pesar nuestro.
Quisiera disipar un sofisma. Donde no hay intervención del hombre, se dice, no hay arte. De acuerdo, pero es al objeto pintado al que el aficionado dirige en primer lugar su mirada, y si toma en consideración a la obra y al creador, es sólo por una segunda reflexión. Así, el primer objetivo del arte no es reproducir el objeto, por supuesto, sino su belleza; lo que se suele denominar realismo es tan sólo una búsqueda más escrupulosa de esta belleza. La crítica moderna nos ha acostumbrado, por el contrario, a la idea de que no saboreemos las cosas que sólo son un pretexto para la obra de arte: si el artista dirige nuestra atención a los objetos que todavía se consideran comúnmente indignos, es porque tendrá que esforzarse más para seducirnos. La belleza de una cantera o de un descampado surgirá del punto de vista desde el que nos fuerce a descubrirlos. Pero resulta que esta belleza es sólo la del descampado y que la obra es bella no porque nos revele que se puede crear belleza con lo informe, sino porque lo que consideramos informe es bello. Así llegamos a la paradoja de que, en general, un medio de reproducción mecánico como la fotografía sea excluido del arte, no porque sólo sepa reproducir, sino precisamente porque desfigura aún más que el lápiz o el pincel. ¿Qué queda de un rostro en una instantánea de un álbum de familia, sino una insólita mueca que no es él? Al congelar la movilidad, la película traiciona incluso la semejanza.
Devolvámosle a la cámara lo que sólo a ella pertenece. Pero no basta con decir que el cine es el arte del movimiento. Sólo hace de la movilidad un fin, no la búsqueda de un equilibrio perdido. Contemplad a dos bailarines: nuestra mirada sólo queda satisfecha cuando el juego de fuerzas se anula. Todo el arte del ballet consiste sólo en componer figuras, y el movimiento mismo es un simple efecto del principio de inercia. Pensad ahora en Harold Lloyd gesticulando desde lo alto de su andamio, en el gángster que acecha un instante o una falta de atención del policía, que le permitirá apoderarse del arma que le amenaza. Estabilidad, movimiento perpetuo, otras tantas agresiones a la naturaleza. La más realista de las artes las ignora ingenuamente.
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Crítica en Miradas.net | Crítica en El Amante | Entrevista en Dirigido por
Hay un dual del 2003 con un crop excesivo entre otras cosas: HILO Ver spoiler.
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