La resistencia del cine
Por Jean-Marie Straub
El dinero y el becerro son las únicas cosas que cuentan: así tendremos una Europa hasta los Urales al servicio de la ganancia y de la llamada economía de mercado, de la competencia que produce barbarie; aquella barbarie que difundimos con la lógica de la ganancia y del consumo, volviendo cada día más pobre al Tercer Mundo. Destruimos todo, hasta a nosotros mismos. Ganamos una guerra contra lo que Goebbels llamaba el bolcheviquismo: guerra que las naciones occidentales declararon en 1917. Después usaron a Stalin para resistir al nazismo; y apenas terminó la guerra, recomenzaron las hostilidades. El primer macartismo lo desarrolló Winston Churchill. En la zona de ocupación inglesa prefirió poner en los puestos de poder a los viejos nazis antes que a los alemanes salidos de los campos de concentración. Aunque éstos no eran comunistas, Winston Churchill prefería a los viejos nazis; y esto antes de McCarthy y de 1948.
Ganamos la guerra y la Europa que nos queda es la de la economía de mercado, también llamada “libre economía” y “libre mercado”. Sin embargo, en la práctica, lleva a lo opuesto de la libertad. Nos daremos cuenta de que hay menos libertad en los países llamados democráticos de la que había en la época del stalinismo: también allí se podía producir algo, escribir una novela o filmar una película. Después todo quedaba en un cajón cerrado; así como sucede entre nosotros. Es más, entre nosotros es aún peor, porque por lo menos durante el stalinismo se luchaba contra una ideología. En cambio, el dinero está por todos lados, y luchar contra él es más difícil que luchar contra una ideología. A su manera, lo dijo también Fortini y lo volvió a afirmar en un libro que se publicó hace poco: “De pequeño crecí en el fascismo autoritario, y de viejo vivo en el fascismo democrático”.
En lo que hace a la utopía comunista, no se trata de un invento mío. Es lo que desarrolla Hölderlin en el segundo acto del Empedokles , primera versión:
Tenéis desde hace mucho tiempo sed de Insólito
Y como cuerpo enfermo anhela el espíritu
De Agrigento fuera de la vieja huella.
¡Arriesgad, entonces! Lo que habéis heredado, lo que habéis adquirido,
lo que la boca de vuestros padres os ha contado, enseñado,
leyes y costumbres, nombres de antiguos dioses,
¡olvidadlos audazmente, y elevad, como nuevos nacidos,
los ojos a la divina Naturaleza!
La utopía comunista es exactamente lo que pedía Brecht: lo simple es duro de hacer. Y la única cosa que puede salvar al planeta, como decía Hölderlin, es el cuidado del hombre. Llegará un día en que habremos destruido el cuidado; pero para entonces, ¿qué será de nosotros? Los hombres han desatado algo imparable, como una avalancha que ya no se puede detener, y que no se intenta detener, porque ello significaría tener que renunciar a la mentira, a la ganancia, a la explotación, al consumo; renunciar al crecimiento infinito, que en realidad no existe. El planeta no se puede explotar infinitamente. Hemos llegado al punto en que habría que abolir el dinero porque hay fábricas que, si bien descargan ilegalmente sus venosísimos desechos, cuando las descubren, pagan sólo una exigua multa respecto a la ganancia acumulada. Entonces, ¿qué se hace? Se sigue tirando mierda por todos lados, se sigue contaminando el aire, el agua y la tierra, porque se usan venenos también en la agricultura.
Al citar a Hölderlin, quería decir que la única salida sería la utopía comunista. Pero, ¿quién la quiere, puesto que los intentos que se han hecho hasta ahora, en vez de ampliarla, se han resuelto en una autocastración? La utopía comunista no es algo donde el hombre se sofoca a sí mismo imponiéndose restricciones; por el contrario, es un proceso gradual de superación de los límites, porque jamás acaba, jamás se concluye. Releyendo a Hölderlin podemos ver cómo se amplia y se desarrolla, hasta transformarse en algo que puede ser una esclusa de resistencia: hasta llegar al punto en que los hombres puedan vivir juntos sin ser más una amenaza unos para los otros y para el ambiente.
En 1981, Moravia y yo conversábamos en el auto cuando él me dijo: “Straub, ¿sabe que la próxima guerra va a estallar en el Golfo?” Y yo: “¿Cómo, Alberto?”. “Sí. Entrevisté a diferentes generales de la OTAN alemanes y de los Estados Unidos: están preparando, programando una guerra con el Golfo.” El escándalo reside en que fue una guerra programada: Saddam Hussein no constituyó sino un pretexto. Aquel pobre estúpido cayó en una trampa; incluso cuando ocupó Kuwait lo hizo con la bendición de los norteamericanos. Si la CIA hubiese empujado a Saddam Hussein a hacer lo que hizo, para después hacer la guerra, no habría cambiado nada; algún día descubriríamos que realmente fue así. La prensa alemana hablaba del nuevo Hitler, mientras que el nuevo Hitler estaba en Washington. En ese entonces, nosotros estábamos en Berlín trabajando sobre la versión de Brecht de la Antígona de Hölderlin: nos dimos cuenta de que el personaje de Creonte era un retrato de George Bush. Mientras tanto se veían célebres artistas de teatro que se pronunciaban a favor de la guerra porque tenían miedo de que les cayera algún misil en su propia casa, quizás en París. Para evitar que a algún pequeño idiota director de teatro le sucediera esto, se mataban, sin siquiera dudar, miles de personas en el país de Saddam Hussein: una cosa nunca vista en la historia de la humanidad. Éste era el nuevo rumbo del mundo bajo George Bush, con treinta y dos naciones detrás; y nos transformó a todos en cómplices y asesinos. Y después decían que había que actuar porque Saddam no sólo era un Hitler (lo que es absurdo), sino también un loco. Pero si un loco se encierra en el cuarto piso de un edificio y amenaza con hacer saltar todo por los aires, hasta la más fascista de las policías en Italia o en Sudamérica trata de actuar con prudencia. Del mismo modo, cuando Saddam amenazaba con incendiar los pozos petroleros, esa misma policía se hubiese acercado al “monstruo” con prudencia, tratando de no empujarlo a llevar a cabo sus amenazas. Por el contrario, actuaron cínicamente y corrieron el riesgo. No teníamos más información; estaba toda en las manos del ejército de Estados Unidos: nada más que propaganda y juegos televisivos de ciencia ficción. El resto no pasaba. Era peor que el ministerio de propaganda del doctor Goebbels y del señor Hitler. Y cada día, sin interrupción, los B52 tiraban bombas, desde tres puntos: Londres, España y Arabia Saudita.
Sin memoria del pasado no podemos inventarla utopía del futuro. También el pasado forma parte de la utopía comunista. Si se lo niega o se lo suprime no se puede realizar el sueño comunista. Si los vietnamitas pudieron resistir es porque tenían una memoria increíble, y porque sabían que lo que estaba pasando en aquel momento ya había pasado, de manera análoga pero diferente. Ya que los que se ocupa del presente son muchos, ¿por qué no ocuparnos del pasado?
Estamos todos sofocados en la mediocridad. Nos venden un mundo en el que cada día hay que renunciar a un sentimiento, y nos dicen que éste es el mejor de los mundos posibles. Hacer un filme sobre el pasado, en cambio, significa recordar que hace tiempo, por ejemplo, nos podíamos bañar en el río. También Marx y Engels al final de su vida hicieron estudios sobre la explotación en el antiguo Egipto, o entre los asirios, o sobre épocas en las que no había explotación, retrocediendo cada vez más en la historia.
Cuando terminamos nuestro verdadero primer largometraje, Cronik der Anna Magdalena Bach (Crónica de Anna Magdalena Bach ), Danièle Huillet y yo habíamos hecho sólo dos películas. La primera, de diecisiete minutos y treinta segundos, Machorka-Muff , hablaba del desarme alemán y de la así llamada nueva comunidad europea de la defensa, después del maccartismo y de la proscripción del partido comunista alemán. Luego, rearmaron Alemania. El mismo Adenauer decía que al primer alemán que hubiese empuñado un fusil habría tenido que pudrírsele la mano; sin embargo, después, él mismo se volvió un siervo en los Estados Unidos, un esclavo del nuevo ejército alemán. La segunda película, que duraba alrededor de una hora, Nicht Versöhnt (No reconciliados ), era la historia de una familia de Colonia, del abuelo al nieto. Sólo después pudimos realizar nuestro primer proyecto, Cronik der Anna Magdalena Bach : pasaron casi diez años, porque nadie quería producirla. Hice esta película para los campesinos de la selva de Bavaria. Después, filmamos otro cortometraje, y nos fuimos de Alemania.
El primer filme que hicimos en Italia se llamaba Othon , y por casualidad era en francés. Estaba dedicado a los obreros de la Renault de París. Son sólo provocaciones, porque sabemos que los campesinos ya no van al cine y mucho menos los obreros. Hoy en día sólo se puede esperar que las películas lleguen cuando se transmiten por televisión. Es el caso de Alemania, donde algunas películas se transmiten por primera vez a las once de la noche; dos años después un poco más temprano; y luego, una tercera vez… De esta manera, las ven personas que no saben quiénes son Brecht, Pavese, Hölderlin, Kafka, Schönberg, Straub, y que se sorprenden frente a productos tan diferentes. Ésta es la razón por la cual seguimos trabajando. No para el público de los cines d’essai, o de los festivales, donde hay amigos que no lo necesitan.
Der Tod des Empedokles (La muerte de Empédocles ), para nosotros, es una película sobre el futuro de los hombres. No tiene que ver ni con el presente ni con el pasado. Nuestro punto de partida fue la toma de conciencia de Hölderlin, un hombre que vivió hace doscientos años; un hombre que tenía algo más de olfato que los demás, algo más de conciencia política y que, como poeta, reaccionó así. Retomemos su reflexión doscientos años después, cuando todo lo que él presagiaba ha germinado y ha sucedido. Der Tod des Empedokles vuelve a proponer algo que, más que con el presente, tiene que ver con el futuro de la humanidad.
Un personaje del que no cabe sospechar, Chaplin, filmaba cien veces un mismo encuadre hasta llegar a lo preciso. Cuando lo lograba, tiraba el resto; y tenía razón. Esta manera de desechar es diferente a la del sistema del despilfarro y de la ganancia típico del capitalismo; pero demanda valor. La naturaleza desecha aún más. En general, los artistas están demasiado concentrados en sí mismo. Georges Roualt, el pintor francés, lo gró hacer que el primer galerista que le había comprado sus cuadros tirara más de doscientos con los que no se sentía satisfecho. Para esto se necesita mucho valor; pero es algo que hay que hacer.
De Der Tod des Empedokles , de dos horas y diez minutos, y de Schwarze Sünde (Pecado negro ), hicimos cuatro versiones. Para la primera trabajamos un año y medio, aunque no todos los días; pero los actores convivieron un año y medio con este texto, sobre todo el intérprete de Empédocles, que mientras tanto seguía con su trabajo de docente. Después de filmar fuimos descubriendo, de a poco, que teníamos la posibilidad de elegir las tomas: había dos, tres, y hasta cuatro, casi buenas, que tenían ventajas y desventajas respecto de la que considerábamos “mejor”. Antes de tirar lo que sobraba, hicimos cuatro ediciones de ambas películas. Pero no es casualidad.
Cuando se hace una película hay que dar a las personas el gusto de vivir, el gusto del aire, del viento y de la vida; y hacer sentir que la sociedad del progreso, del consumo, del mercado y de la competencia, en lugar de darnos vida, nos la restringe cada día más con el pretexto de ofrecernos bienes de consumo; pero la mierda que se compra se vuelve cada vez más mierda. El cine tiene que hacer algo diferente a la mierda que estamos obligados a comprar en el supermercado. Hemos llegado al punto en que dentro de poco nos venderán leche que los chicos no podrán tomar. Hace tiempo, el armario que compraba un campesino duraba cuatro generaciones; el armario que te venden ahora se rompe en diez años. Así también los puentes, las calles, los zapatos. El primer par de zapatos del modelo que uso me duró diez años; el segundo cinco, y ahora, después de un año se despegan, se agujerean, dejan entrar el agua. Es necesario hacer sentir que por la ilusión de capturar una presa no nos queda más que la sombra de nuestra vida. Un tipo que conozco dijo: “Yo fabrico un objeto que debería durar al menos el tiempo que necesita un árbol para volver a crecer. Éste es el contrato con la naturaleza”. Hoy todo va en la dirección contraria. Se fabrican desechos que nos están sofocando. Ya no se sabe dónde tirarlos. No se pueden quemar las gomas de los autos o las botellas de plástico porque producen dioxina que no se va más. Antes, el campesino que quemaba su propio armario no contaminaba, porque quemaba madera y porque otros tres árboles habían tenido tiempo de crecer.
Dar la sensación de que no vivimos en el mejor de los mundos posibles: esto es lo que tratamos de hacer con nuestras películas. Ya lo decía Buñuel: todos los que nos hacen creer que estamos mejor que antes son unos mentirosos. Decir que todo va a estar cada vez mejor es la mentira más grande, porque todo va a estar cada vez peor, hasta que a nuestro alrededor no quede más que desierto.
La política de mercado y de los imbéciles que están al servicio del mercado, que nos gobiernan y que no son más que muñecos al servicio de las multinacionales, programó la vida para dos o tres generaciones más a lo sumo. Hace cincuenta años un padre y una madre podían esperar que el futuro de sus hijos fuese diferente. Hoy ya no es posible. Estamos programados por las centrales nucleares para dos o tres generaciones. Por otro lado, nos venden una forma de vida basada en lo efímero, en el momento que se desvanece. Hace veinte años, en los salones romanos, Agnelli decía: “A mí qué me importa: sé muy bien que dentro de diez años la Fiat habrá quebrado”. Duró algo más porque el capitalismo tiene el cuero duro. Pero los industriales razonan de este modo. Su moral es time is money . La idea inicial del hombre, en cambio, era otra: cuando Dios creó el tiempo, había de sobra, dice un proverbio irlandés. Hoy vivimos en el stress , y dicen que vivimos mejor. Lo llaman stress y se mueren todos: también los hombres de negocios. No tienen tiempo y sus compromisos con el jet set terminan por provocarles el infarto. Su mentalidad es la de “después de mí, el diluvio”. “Después de mí”, es decir también antes de mi muerte. No les importa si el mundo no será vivible para sus hijos y nietos. No les importa lo que sucederá dentro de diez años; basta con que puedan seguir acumulando ganancias. No importa si después cierran y dejan en la calle a millones de obreros. No les importa, total por ahora sigue funcionando. Esto es lo que llaman programación, pero no es más que pura y simple locura colectiva, cinismo a nivel planetario.
Con respecto a mi método, el espacio, me haría falta un pizarrón. Haría dibujos para indicar cómo se construye el espacio, dónde se pone la cámara, cómo se descubre la distancia entre un personaje y otro. Por ejemplo, si el acusador tiene que estar en una posición de fuerza o de debilidad respecto del condenado o del acusado, y viceversa. El trabajo que debería hacer cada cineasta es éste: conocer las relaciones recíprocas de las distancias que hay entre los personajes y entre los objetos, conocer las relaciones de fuerza, de clase y de sentimientos en ese momento determinado y en esa situación determinada. Saber cuánto aire tiene que haber sobre la cabeza de un personaje, cuándo es oportuno filmarlo desde lo alto, cuándo desde la misma altura y cuándo desde abajo. Si es oportuno encuadrar la cabeza, las manos y los pies. Esto es el pan de cada día de quien hace filmes, y debería ser así para todo cineasta que tenga sentido de la responsabilidad. Hoy, en cambio, los señores que hacen películas te quieren mostrar algo antes de haberlo visto: no son cineastas, son paracaidistas que pisan lo que encuentran debajo de sus zapatos. Tienen la cabeza y el corazón vacíos. No son capaces de la mínima rebelión, ni del mínimo amor, ni del mínimo sentimiento. No saben más qué son y no tienen la más mínima relación con el espacio y con el mundo exterior, con sí mismos, con sus propios sentimientos y con la realidad. Lo que muestran baila sobre las pantallas, pero uno no ve nada; no existe, está vacío.
El primer trabajo tiene que hacerse con uno mismo, sobre las propias experiencias, sobre la propia consciencia; no se tiene derecho a ponerse al servicio de una cámara que filma por sí misma sin que haya detrás de ella la más mínima conciencia. Hoy el hombre está al servicio de las máquinas, y también los cineastas. La cámara no está a disposición del que hace filmes: es el cineasta el que se arrodilla delante de la cámara y se transforma en su presa (1). El cineasta se arrodilla delante de esta cámara como delante del becerro de oro. En cambio, si seguimos haciendo filmes es porque queremos dar la posibilidad –si ya no es demasiado tarde- del gusto de luchar por defender nuestro planeta. Ésta es nuestra tarea: el gusto, el placer del aire, del agua, del viento, del sol, de la luz, de la tierra; el gusto por defender todo esto de quienes lo quieren destruir.
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1. Juego de palabras intraducible con “macchina da presa” (cámara) que se transforma en “macchina da preda” (máquina de caza). [N. de la T.]
Jean-Marie Straub, 1993
Publicado originalmente en SPILA, Piero (Ed.), Il cinema di Jean-Marie Straub e Danièle Huillet: quando il verde della terra di nouvo brillerà . Roma: Bulzoni, 2001.
Transcripción de una entrevista realizada por A. Ceste, E. Data y P. Milanese.
Traducido al castellano por Sandra Palermo y publicado en el nº3 de la revista Kilómetro 111 (Buenos Aires, 2002).