
La primera exhibición pública se llevó a efecto el 18 de julio de 1896 en el céntrico Teatro Odeón de Buenos Aires, organizada por el empresario de esa sala, Francisco Pastor, y el periodista Eustaquio Pellicer, más tarde uno de los fundadores de las revistas Caras y Caretas y Fray Mocho.
Entre las vistas proyectadas figuraba "La llegada del tren", del sello Lumière, que según testimonio registrado en el Diccionario Histórico Argentino (de Piccirilli, Romay y Gianello) "provocó el pánico entre algunos espectadores de la tertulia alta, uno de los cuales al ver la locomotora que avanzaba se lanzó a la platea, lastimándose".
El belga Henri Lepage importó y difundió las películas. Su empleado, el francés Eugene Py, realizó las primeras tomas de vistas locales (La bandera argentina, 1897), reportajes de actualidad y documentales. La primera sala de cine fija se inauguró en la capital, en el año 1900. Eugenio Cardini realizó la primera tentativa de ficción (Escenas callejeras, 1901) y Py ilustró una serie de canciones a partir de 1907. Fue el italiano Mario Gallo quien encontró la fórmula de toda una serie de películas de ficción con el Fusilamiento de Dorrego (1908); se inspiró en el film d'art francés e italiano y recurrió a conocidos actores de teatro para dirigir reconstrucciones históricas cada vez más grandiosas, como La revolución de mayo (1910) y La batalla de Maipú (1913), con la participación de un regimiento de granaderos. El industrial Julio Raúl Alsina construyó el primer estudio (1909) y explotó el mismo filón (Facundo Quiroga, 1912). Nobleza gaucha (Eduardo Martínez de la Pera, Ernesto Gunche y Humberto Cairo, 1915) contiene observaciones paralelas interesantes sobre el mundo rural y la metrópoli, a pesar de la intriga convencional. Su inmenso éxito mostró la existencia de un público para el cine nacional y suscitó múltiples vocaciones. El último malón (Alcides Greco, 1916), que evoca una revuelta india, denota cierta preocupación por la autenticidad. El austríaco Max Glucksmann, nuevo dueño de la firma Lepage, produjo tanto documentales como películas de ficción y se introdujo en un gran circuito de explotación (distribución y exhibición) que se extendió a Chile y Uruguay. El italiano Federico Valle produjo también gran número de documentales, los primeros reportajes de actualidad regulares y películas de ficción incorporando técnicas de animación en El apóstol (1917), sátira del presidente Yrigoyen. La actualidad política irrumpió también en Juan sin ropa (Héctor Quiroga y Georges Benoit, 1919), donde se perciben los ecos de la represión contra los anarquistas, conocida con el nombre de "Semana trágica". Resaca (Atilio Lipizzi, 1916) se aproximó más al cine norteamericano, mientras que la obra aislada de Roberto Guidi (Mala Yerba, 1920; Escándalo a medianoche, 1923) expresó una exigencia intelectual y formal que no tuvo continuación. Una sensibilidad intuitiva fue la causa de los hallazgos y éxitos de José Agustín Ferreyra, la personalidad más creativa del cine mudo de principios de los años treinta, cuya carrera se inició en 1915.
El advenimiento del cine sonoro terminó con la mayor parte de las frágiles cinematografías latinoamericanas. Sin embargo esta revolución técnica significó para Argentina el despegue de una fuerte expansión que disputó el mercado de lengua española a la competencia norteamericana. José Agustín Ferreyra realizó la primera película sonora, Muñequitas porteñas (1931). El éxito de Tango (Luis Moglia Barth, 1933), un desfile de orquestas y cantantes, inició la vía que seguirían los nuevos productores y consolidó a la Argentina Sono Films, recién fundada por Mentasti . Los tres berretines (Enrique T. Susini, 1933) inicia la producción de su rival, la compañía Lumiton que construyó sus estudios según el modelo hollywoodiano. Entre 1932 y 1942 el número de largometrajes pasó de dos a 56, récord que nunca fue igualado. Durante el apogeo de la industria argentina, cuatro mil técnicos y actores se afanaron en una treintena de estudios. El municipio de Buenos Aires instituyó los premios a la calidad, primer síntoma de un interés oficial. El secreto del éxito pareció ser la combinación de tango y Libertad Lamarque, principal triunfo de un star-system floreciente (Luis Sandrini, Tita Merello, Pepe Arias, etc.).

Dos poetas del tango aportaron su contribución al cine: Homero Manzi como guionista y Enrique Santos Discépolo como intérprete y director (numerosas películas). La radio y el teatro proporcionaron el refuerzo que necesitaba una industria próspera, que suscitaba imitaciones en Chile y otros países. Más tarde esta mitología popular se detuvo y se orientó hacia una sofisticación encaminada a ganarse al público de clase media. Francisco Múgica fue el especialista en comedias de tinte rosa (Margarita, Armando y su padre y Así es la vida, 1939), y junto a él, Luis César Amadori, el principal artesano al servicio de Mentasti y Luis Saslavsky, el calígrafo de un creciente artificio. El bandeonista Lucas Demare trató episodios de la historia nacional según una épica westerniana (La guerra gaucha, 1942). Pero los dos directores más personales y mejor dotados del período fueron Mario Soffici (Prisioneros de la tierra, 1939), cantor de una Argentina llena de miseria, y Leopoldo Torres Ríos (La vuelta al nido, 1938), orientado hacia un realismo urbano, quien se jactaba justificadamente de no haber rodado jamás "películas de teléfonos blancos".
La prosperidad no duró más que una decena de años. Tras la Segunda Guerra Mundial, México sustituyó a Argentina en el mercado hispanoamericano. El lento declive se debió tanto a la esclerosis estética como a la fragilidad económica. La voluntad de internacionalización del cine argentino acentuó su mimetismo con los modelos predominantes; el habla popular quedó abandonada, en provecho de un lenguaje neutro, sin el acento ni las expresiones del Río de la Plata. Se adaptó a Ibsen, Tolstoi, Strindberg, en lugar de inspirarse en obras o realidades nacionales. El público se alejó de estas pálidas imitaciones. Ahora bien, toda la maquinaria de producción dependía de los distribuidores y de los circuitos comerciales tradicionalmente ligados a los cines extranjeros. Los productores nacionales no habían invertido en los mecanismos de comercialización dejando este aspecto a merced de los intermediarios, contrariamente a lo que sucedió en México. El gobierno del general Perón, tan fértil en intervenciones estatales, demostró carecer de una política cinematográfica global. Las medidas adoptadas (proyección obligatoria de películas nacionales a partir de 1944, limitación de importaciones de filmes extranjeros, facilidades de créditos a veces dados con favoritismo) resultaron ser paliativos que mantuvieron más o menos el nivel cuantitativo de la producción, pero no pudieron frenar el descenso de la calidad.
Aún se destacaron dos debutantes: Hugo del Carril y Leopoldo Torre Nilsson. Tras la caída de Perón (1955), se acentuó el declive de la producción. El marasmo fue tal que numerosos cineastas continuaron su carrera en España o en Hollywood como Hugo Fregonese. Al igual que el fracaso de la Vera Cruz en Brasil, la crisis favoreció ciertas tomas de conciencia. Una generación diferente comenzó a expresarse en el seno de los cineclubs y de revistas como Gente de cine (1951) y Cuadernos de cine (1954). El año 1956 vio nacer una asociación de directores de cortometraje y el Instituto de Cine de la Universidad Litoral de Santa Fe, bajo la dirección de Fernando Birri. Una nueva ley del cine y la creación del Instituto Nacional del Cine (1957) relanzaron la producción independiente de cortos y largometrajes bajo el gobierno de Frondizi. El Festival de Mar del Plata (1958) contribuyó a la difusión internacional de lo que se llamó el nuevo cine argentino. Torre Nilsson fue para este cine una especie de "hermano mayor". Fernando Ayala perteneció también a esta generación. Entre los jóvenes cineastas que llegaron a vencer los obstáculos y expresarse con talento, se puede citar: al ex director de Cuadernos decine Simón Feldman (El negoción, 1959); al intimista David José Kohon (Prisioneros de una noche, 1960, Tres veces Ana, 1961); a José Martínéz Suárez, quien se inspiró en una novela de David Viñas (Dar la cara, 1962); Daniel Cherniavsky, que rodó un guión del escritor Augusto Roa Bastos (El terrorista, 1962); al irónico Rodolfo Kuhn; al intelectualísimo Manuel Antín; al inclasificable René Múgica y al actor Lautaro Murua, cuyo paso a la dirección significó la más sorpredente revelación.
El nuevo cine marcó también los comienzos del director de fotografía Ricardo Aronovich. Tanto política como psicológica (o incluso introspectiva), esta eclosión implicó la renovación del punto de vista de los cineastas argentinos, una inmersión en las diversas capas de su sociedad.
La crisis política y después la dictadura militar (1966) detuvieron la progresión de esta producción independiente y diversificaron las vías iniciales. Frente a las dificultades de la censura, algunos recurrieron a los temas históricos y folklóricos, o a las adaptaciones literarias e incluso a las películas de arte (el cine documental de Jorge Preloran fue un caso aparte). Otros salieron al extranjero, como Humberto Ríos (Eloy, 1968 en Chile; Al grito de este pueblo, 1971, en Bolivia), Alejandro Sadermann (documentales en Cuba), Hugo Santiago o Eduardo de Gregorio. Los debutantes que se liberaron de la argolla de lo intimista fueron poco numerosos (Leonardo Favio, Raúl de La Torre). Una corriente underground experimental se desarrolló tímidamente con Miguel Bejo (La familia unida espera la llegada de Hallowyn, 1971 ) , Edgardo Cozarinsky y Julio Ludueña (La civilización está haciendo masa y no quiere oír, 1973). La radicalización política, que atravesó tanto a la izquierda como al peronismo, desembocó en una corriente de cine clandestino, que reivindicó las experiencias precedentes de Ivens, Santiago Alvarez y Birri. La hora de los hornos (Solanas y Getino, 1968) es el prototipo de cierto cine militante al que se unió Gerardo Vallejo. El cine político encontró otros partidarios como Jorge Cedrón (Operación Masacre, 1972, escrita en colaboración con Rodolfo Walsh) y Raimundo Gleyzer. El corto período de liberalización política, bajo los gobiernos peronistas (1973-1974), permitió la explosión en las pantallas de una creatividad diversificada que supuso un alza del número de espectadores (un mercado de unos cincuenta millones) y de la producción (40 largometrajes al año, frente a una media de 29 durante los años 1955-1970). Las películas militantes, prohibidas hasta entonces, salen a las salas de exhibición. Otras, realizadas según concepciones más clásicas se incorporan a ellas gracias al valor de sus temas (La Patagonia rebelde, Héctor Olivera, 1973; Quebracho, Ricardo Wulicher, id.). Algunas llevaron a la pantalla obras literarias latinoamericanas (La tregua, Sergio Renan, 1974; Los gauchos judíos, Juan José Jusid, 1975). Se elaboró una nueva ley de cine que combatió el bloqueo de la distribución y de la exhibición y sostuvo la producción independiente. Todo ello se vino abajo brutalmente con el retorno de la fuerza militar al poder (1976). La represión, que para algunos fue mortal, incitó al exilio. La producción volvió a caer a los niveles más bajos (15 largometrajes en 1977), y no remontó la treintena de filmes más que para instalarse en la mediocridad. Algunos nuevos cineastas continuaron su trabajo bajo una agobiante censura y tuvieron que contentarse con películas limitadas, ambiguas, o con ilustrar literatura nacional (Saverio el cruel, Wulicher, 1977); los entretenimientos de (Borges para millones, id., 1978; El poder de las tinieblas, Mario Sábato, 1979), o con imitar los cánones clásicos del thriller (Tiempo de revancha, Adolfo Aristarain, 1981). El desquite vendría después, con Tiempo de revancha de Adolfo Aristarain, la comedia satírica Plata dulce de Ayala, y el documental La república perdida de Miguel Pérez. En 1984 un gobierno radical acabó con la censura y un cineasta de los '60, Manuel Antin, puesto al frente del INC, propició el surgimiento de una nueva generación, que pasó a llamarse del Cine Argentino en Libertad y Democracia.
Así surgieron Camila de María Luisa Bemberg, (otro candidato al Oscar), La historia oficial de Luis Puenzo, ganador, finalmente, del Oscar, Hombre mirando al sudeste de Eliseo Subiela, Tangos. El Exilio de Gardel de Solanas, La deuda interna de Miguel Pereira y muchos otros filmes la mayoría de realizadores jóvenes o postergados que ganaron gran cantidad de premios internacionales, y colocaron sus películas en casi todo el mundo.
Fuente: Enciclopedia de Cine Cineguia
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