El infierno está encantador esta noche

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beniamino
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El infierno está encantador esta noche

Mensaje por beniamino » Vie 02 Ene, 2004 01:02

Publicado en http://www.elamante.com/nota/1/1876.shtml y firmado por Manuel Trancón

Orson Welles: El infierno está encantador esta noche

La historia de un director de cine de 26 años que descubrió que el cine estaba viejo y se convirtió en uno de los grandes náufragos de este siglo.


"El mundo era muy viejo, amigo mío, cuando tu y yo éramos jóvenes" G. K. Chesterton

Orson Welles era un artista barroco. Un director que llegó a deshoras al cine clásico. Barroco es quien llega siempre tarde, describe un mundo cansado y nace con la conciencia de que los tiempos de gloria pasaron. La autoconciencia del propio lugar en el mundo. Una posición necesariamente trágica, basada en un sentimiento de pérdida irreparable.

Welles fue el cineasta que se dio cuenta de que la época de los héroes estaba por terminar porque La épica ya había sido filmada por otros -Raoul Walsh, Howard Hawks, John Ford, etc.-. No es casualidad que debutara con El Ciudadano; donde Charles Foster Kane lo tiene todo menos lo único que le importa: Rosebud. Su pérdida es más que un Mc Guffin. Mucho más que un simple juguete, Rosebud es la marca que delata una pérdida mayor: la inocencia. Es el recuerdo de una infancia que, mientras agoniza solo y sin amor, se le antoja feliz.

La misma pérdida sufrió Welles como cineasta. Antes de debutar en cine vio unas 30 veces La Diligencia (Stagecoach) de John Ford. Quizás "la" película clásica por excelencia. Y su intuición fue genial -todo es genial en Welles, hasta sus errores. Sobre todo sus errores. En Juegos de Pasión Don Johnson le dice a Kevin Costner: "Tengo que reconocer que cuando te hundís lo hacés como el Titanic"-. Decía que su intuición genial fue darse cuenta que ya no se podía filmar de esa manera, al menos no él. Ese héroe fordiano sin dudas, que unía la acción y el pensamiento en un sólo movimiento perfecto, que tenía al bien, la justicia y a la civilización de su lado era, ya en 1941, parte del pasado. La épica de la construcción de una nación, destinada a ser el paraíso en la tierra, había sido filmada por otros. La tarea que le tocó en (des)gracia a Welles fue la de mostrar los resultados negativos de la utopía realizada.

La Diligencia fue a Welles lo que Rosebud a Charles Foster Kane: Ese momento virginal que se añora pero al que sólo se vuelve en el recuerdo, o en sueños.

Orson Welles descubrió, en 1941, un hecho terrible: el cine ya era viejo. Tenía una historia. Curiosamente, en ese momento el cine clásico estaba en su apogeo. Esta atracción de feria había conquistado su esplendor, sólo para comprender -con El ciudadano en principio, pero no solamente- que eso ganado con tanto esfuerzo se parecía bastante al infierno. Que sólo Orson pudiera darse cuenta en 1941 de que el fin de los tiempos de gloria se acercaba, es una muestra del tamaño de su lucidez.

Si ese mundo ideal retratado por el cine clásico existió o no, es intrascendente. Los Estados unidos nunca existieron, fueron un invento del cine yanqui. Una imagen creada por Hollywood, sólo existente en el celuloide. Para todos nosotros tomó el lugar de un país que, por una de esas casualidades del destino, también se llamaba Estados Unidos.

[Cuando cineastas modernos como Cassavettes, Wenders o el Huston de Fat City buscaron el país detrás del mito cinematográfico encontraron sólo un lugar desolado. Un conjunto de casas, una igual a la otra; un suburbio gigante apto para el consumo, no para ser vivido.]



"Todos sabemos que una fiesta, un palacio, una gran empresa, un almuerzo de escritores o periodistas, un ambiente cordial de franca y espontánea camaradería, son esencialmente horrorosos” (Jorge Luis Borges sobre El Ciudadano) Este fragmento recuerda a la fiesta para celebrar la compra de los periodistas del diario de la competencia en El Ciudadano. Detrás de la máscara de felicidad y "franca y espontánea camaradería" aparece el horror: un grupo de gente sumada a una causa sólo por dinero. Ya no hay sentido de la justicia. Kane sólo deja en pie la voluntad de poder y la ley del más rico. Artífice de un orbe en descomposición que se iría pudriendo un poco más con cada película.

En La Dama de Shangai (The Lady from Shangai) se cuenta la famosa fábula sobre un grupo de tiburones que, heridos, se dedican a matarse entre sí y a ensangrentar el océano. En definitiva, mientras los tiburones se autodestruyen, el triunfo es de la mediocridad frente al genio infectado por el mal. Los efectos devastadores de tanta traición acumulada -a los otros, pero sobre todo a sí mismo- no dejan en pie más que restos decadentes de un esplendor pasado. Eso es también Sed de Mal (Touch of Evil). Ver a Vargas/Heston acabando con Quinlan/Welles es asistir al triunfo definitivo de la clase media bien pensante sobre el genio. Este bien mediocrizado se parece demasiado a un nuevo y peor mal. La victoria de la clase media que todo lo aplasta con su "sentido común". Cuando cae, agonizando en un basural inmundo, es difícil no sentir compasión por Quinlan. Ese monstruo sucio, maloliente, borracho y despreciable tiene más vida y más muerte encima -es decir, más humanidad- que todos esos momificados defensores de la ley y el orden.

Ya en 1958 Sed de Mal profetizó el triunfo de los productores mediocres sobre los artistas. Una obra maestra demasiado adelantada a su tiempo, que es también éste.



Mi estilo soy yo

Al ver alguna película dirigida por Orson Welles lo primero que se destaca el barroquismo visual: la cámara omnipresente y omnipotente. El montaje dando sentido a fragmentos dispersos con tal maestría que hace parecer a Eisenstein como un simple aficionado. Las luces y sombras expresionistas. La profundidad de campo devela abismos acechando a los que son retratados por su cámara. Pero, sobre todo, esas profundidades abismales son peligrosas para quien está del otro lado, sentado en la butaca. Nada es igual después de asistir a la caída vertical de Quinlan, Falstaff, Otello. Esos fantasmas amenazan con traspasar esa sutil frontera llamada pantalla. Espectros demasiado humanos, la verdadera cara del horror. Atravesaron el corazón de las tinieblas y ya no pueden volver.

El estilo de este trágico puro era comparable al furor dionisiaco: una orgía de angulaciones de cámara cortando el aliento. Ritmo desenfrenado. Movimiento continuo asfixiante. El furor iba contagiándose a todo; desde los actores hasta la cámara pasando por el montaje. El estado casi hipnótico no paraba hasta desembocar en lo inevitable: la destrucción de todo lo conocido.

El cine de Welles era un cosmos caótico, un Orden lleno de espíritus, pautado por un estilo enloquecido. Espectros terribles destrozándose los unos a los otros hasta la aniquilación mutua.

Había un sentimiento de pérdida que Welles trataba de esconder detrás de ese vidrio empañado del estilo destructivo. Algo atroz detrás de esos primeros planos asfixiantes, paisajes de locura, ambientes de tormenta, mujeres fatales y tiburones agonizantes.



Detrás de un vidrio, oscuramente.

La maestría para lo monstruoso, los portentos de cámara, escondían algo. Un secreto, la obsesión que movía a estas iluminaciones disfrazadas de películas. Lo oculto detrás del manto manierista era aquello por lo que Arkadin mataba a quien se cruce en su camino. El hermano de Abel -o sea G. Caín, o sea el Infante Difunto, o sea Guillermo Cabrera Infante- descubrió que, en medio del ruido y la furia, se escondía algo peor que la traición, la muerte y la codicia: la Nostalgia, leit motiv todo lo destruyó en el mundo del creador de El Ciudadano. La Nostalgia, el talón de Aquiles de esas criaturas acosadas por el mal del recuerdo.

En este orbe de monstruos desvalidos había un centro, la Nostalgia, aglutinador elusivo de estos trozos de tiempo puestos en (des) orden por un artista agobiado. Por los fantasmas del pasado. Por la conciencia de vivir en tiempos de agotamiento.

En Sed de Mal Hank Quinlan no puede vivir por el recuerdo del asesinato de su esposa. No es casualidad que termine de cerrar el círculo infernal de su decadencia al matar a Joe Grande de la misma manera en que había sido asesinada su mujer: ahorcándolo. Hasta ese momento existía una posible redención para él, a partir de ahí el personaje está perdido… y lo sabe. Es el destino inexorable que se le impone. Combate la Nostalgia, ese mal que lo posee, creando un reino del terror: asesinatos, criminales incriminados con pruebas falsas...

En La Dama de Shangai, O'Hara descubre que detrás del amor está la destrucción: léase Rita Hayworth, cruza fatal entre pulpo y tiburón jugando la carta de la inocencia. Como una excrecencia malvada, Rita es un cáncer que va tomando el cuerpo de quien se cree todo un vividor pero descubre, demasiado tarde, que se convirtió en "El tonto de alguien". Un iluso más en un mundo poblado de marionetas a manipular por la inalcanzable Rita.

En el centro de Mr. Arkadin encontramos a Raina, la hija de Arkadin, el hombre que afirma no recordar su pasado. Él la pierde y se pierde por querer controlarlo todo. Primero a Raina, con quien tiene una relación casi incestuosa. Pero también cae por querer controlar su propio pasado; tratando de destruir todas las evidencias en su contra. Por borrar su historia se autodestruye, pierde su identidad. Al tratar de tapar el pasado, lo vuelve contra sí con mucha más fuerza: tanta que muere en el intento de mantener el control de la circulación pública de su leyenda. Al igual que Kane, del que Arkadin es una continuación por otros medios, se pierde al tratar de retener el poder.

Tres ejemplos de la misma Nostalgia, esa pena por algo irremediablemente perdido. Protagonistas de tragedias pautadas por el intento de retorno a un lugar al que quieren volver y no pueden.



La estética de "el oso Orson" (Rodrigo Tarruella) era una estética de borde, de frontera. Siempre al filo de la solemnidad y de la autoparodia, trampas en las que nunca cayó. El estilo furioso lo salvó de la onda somnífero-sesentista. Pero, a su vez, la Nostalgia lo rescató de las pantanosas aguas del cinismo. Las dos partes, estilo y nostalgia, se complementaron para impedir que sus películas se volvieran o sólo nostálgicas, o una demostración de virtuosismo estéril sin relación con lo narrado.

En Sed de Mal, Quinlan siempre está todo el tiempo al borde de la auto parodia. Pero justo ahí, antes del ridículo, aparece un sonido lejano. Quinlan lo escucha en medio de una espesa noche eterna y todo se transforma. Este policía sucio, decadente y corrompido, susurra: "Pianola", y vuelve el pasado, y con él la mujer amada, el alcohol, el recuerdo del asesinato de su esposa y, sí, la Nostalgia. Ahí se reconoce como animal acosado. Es en ese momento de reconocimiento donde se decide su destino, donde pasa de ser grotesco a trágico y su conflicto interior lo humaniza. Está empezando a quedar fuera de juego y lo sabe. Al tomar conciencia de que es viejo también descubre que el futuro les pertenece a los Vargas, negadores de la creación, de la utopía.

Es el uso de la parafernalia técnica para revelar sentimientos lo que siempre diferenció a Welles de tanto virtuoso al cuete, de tanto gimoteador sin sentido.



Un Universo Corroído

Rodrigo Tarruella gustaba repetir que todos somos náufragos de la utopía. Welles, este hombre de Marte, fue uno de los grandes náufragos de su siglo. Con conciencia de no tener un lugar propio, perdido para siempre bajo las capas del recuerdo. El mensajero de las malas nuevas que nadie quería escuchar. Y lo pagó caro. Encuadró sobre un mundo en descomposición. Filmó las certezas y los valores clásicos desfigurados y tergiversados, reflejados por miles de espejos deformantes, mostrando las infinitas posibilidades monstruosas detrás de la calma y la aparente felicidad.

En Sed de Mal cae ácido sobre un cartel con la imagen de una mujer, desfigurándolo. Así era el cine de este Albatros Shakespeareano: la belleza corroída por el ácido. Pero no fue Welles quien tiró el ácido. El mundo fue quien perdió esos valores: cambiándolos por el afán de lucro, la ambición de poder, el temor al que dirán.

Por eso el autor de La Dama de Shangai nunca fue un cínico: no tiraba ácido a propósito para disfrutar viendo como se descomponían las cosas. Sólo filmó las consecuencias, constató los estragos dejados por el paso del mal. Y esa constatación fue (es) una experiencia dolorosa: para el director, para el personaje, para el espectador…

El ácido que todo lo corroe, todo lo pudre; la Ambición. Las criaturas de Welles se perdieron una y otra vez frente al diablo de la codicia. Este error irreparable, y la conciencia de haberlo cometido -la Nostalgia-, las dos caras que conformaban la riqueza de estos personajes condenados. Humanos, sobre todo en sus actos más despreciables.

Víctimas de sí mismos y del contexto, Orson y sus criaturas eran náufragos buscando volver al hogar. Pero, ese hogar "Ya no existe más"; como decía Fabián Cortez en Las Veredas de Saturno. Desapareció por la acción del ácido. Ese hogar, esa utopía, esos náufragos. Todos pertenecientes a un pasado que ya no vuelve.