Agnès Varda [30/01/2011] (Directora)
Publicado: Sab 08 Dic, 2007 00:18
Ester Catoira en Diagonal, julio de 2006
En sus frecuentes visitas a los mercados de París, Agnès Varda (Bruselas, 1928) vio una vez a una mujer “muy alta, muy delgada y muy vieja, vestida con un largo abrigo negro”, inclinarse muy lentamente hacia el suelo para coger una naranja. Ese trayecto interminable (“¡Cuánto esfuerzo por una simple naranja!”) fue una de las primeras emociones que con el tiempo cristalizaron en el rodaje de Los espigadores y la espigadora (2000), un documental “de camino errante”, como ella misma ha puntualizado en alguna ocasión, en el que explora las diversas maneras de espigar en el mundo contemporáneo y con el que Varda, experta asimismo en la recolección de imágenes, logra una de las obras más perfectas de su filmografía.
Nada más significativo del cine de esta gran dama francesa, ‘madre’ de la Nouvelle Vague -su primera película, La Pointe Courte (1954), un largometraje de ficción crónica de una pareja tras cuatro años de matrimonio y un pueblo de pescadores, lo realizó cuatro años antes de la plena eclosión de este fenómeno artístico y social que reivindicó para el cine una mayor libertad técnica y expresiva- que una película dedicada a aquellos que viven de las sobras de los demás, tal y como ella misma lo ha hecho siempre en un gozoso empeño por apropiarse de lo pequeño y de lo sencillo, concediéndose sin reservas “el placer y la libertad de hacer lo que quería en cada momento” al margen de cualquier consenso colectivo respecto de “cómo deberían ser realmente las cosas”.
La mirada subjetiva de Agnès Varda, su “aproximación imaginaria en relación a la realidad”, se alimenta de escenas y motivos a menudo retenidos en la frontera de la sala de montaje y a los que en cambio ella saca partido transformando su arte, como dice André Roy (24 images, nº 123, septiembre 2005), “en un arte ideal que ha trasladado al cine para que allí se impriman los archivos vivos del mundo, que comprenden lo privado y lo público, lo íntimo y lo universal, el aquí y el allá, los grandes vectores de su cine”. No en vano afirma escuchar a menudo comentarios de gente que le hace notar que le gusta mucho tal o cual personaje de los muchos que aparecen en sus documentales. “¡Pero no son personajes, son personas!”, exclama. Todos ellos tienen una “textura” especial fruto en parte de su energía, su profundo amor al cine, su intuición y su respeto a la hora de dar testimonio de las vidas ajenas.
Crear
“Toda historia tiene que empezar por una emoción que trastorne al artista”, afirma. Así como Los espigadores y la espigadora tuvo su origen en la visión de la gente que, una vez terminado el mercado, se afanaba en recoger los alimentos del suelo, “Sin techo ni ley [1985, con la que obtuvo un León de Oro en el Festival de Venecia] nació del estupor ante la gente que todavía hoy muere de frío en las calles. ¿Cómo es posible?”.
A partir de ahí, su proceso creativo atraviesa varias etapas. “Me documento sobre el tema, hablo con la gente, escojo un lugar, una estación, el equipo, elaboro un esquema...”. Un sistema personal que ha dado en llamar “cineescritura” y que su talento ha materializado en intervenciones de todo tipo. Tanto en las obras de ficción como en los documentales, Agnès Varda está presente de modo más o menos explícito a través de sus reflexiones e incluso de su propia imagen, como en Los espigadores y la espigadora o Dos años después (2002), película documental realizada como respuesta a la infinidad de cartas y regalos suscitada por la primera y guiada también por la necesidad de mostrar qué fue de sus protagonistas. Varda profundiza aquí en su autorretrato, abordando sin dramatismos el paso del tiempo, sus manos cubiertas de manchas, fruncidas por las arrugas, y su pelo gris. Grabadas por ella misma como un paisaje, no fueron del agrado del hombre con cuyo testimonio cierra Los espigadores y la espigadora, un biólogo que ‘espiga’ en los mercados y que de lunes a viernes da clases a inmigrantes analfabetos aún menos favorecidos que él.
“Este hombre extraordinario, profesor de francés, me dijo que no le interesaba mi vejez. ¡Tiene razón! Y si eso es lo que piensa, yo tengo que añadir ese testimonio”.
Artista sin etiquetas
Agnès Varda, rotundamente en contra de las etiquetas a pesar del profundo carácter realista y social de su cine (“No me apetece ser cineasta militante. El placer de filmar, la curiosidad, el deseo, el entusiasmo... es mucho más importante que cuestionarse si lo que uno hace es o no políticamente correcto o incorrecto”), no ha perdido jamás su afán por descubrir cosas (“Llevo cincuenta años trabajando en esto y todavía me pregunto qué hacer con la imagen y con el sonido”) ni su aura de pionera, responsable de la actividad como artista que viene desarrollando desde hace dos años y medio.
“He pasado de ser una vieja cineasta a una joven artista”, afirma con humor. Se sorprende de verse a sí misma exponiendo en la Bienal de Venecia, en Taipei, en la galería Martine Aboucaya, en París. “ Ah!, c’est moi?”, comenta divertida. Está contenta de haber sido invitada a Madrid “como artista, y no sólo como cineasta”. Actualmente Varda expone en la prestigiosa Fundación Cartier, muy próxima a su casa de la Rue Daguerre, a cinco minutos del Boulevard Raspail. L’Île et Elle. Cinéma et Tcetera reúne, además de varias de sus películas, sus instalaciones y vídeos inspirados en la isla de Noirmountier.
“En las instalaciones uno corre más riesgos que en el cine. Mientras que en el cine todo el mundo vive una experiencia al mismo tiempo, en los museos la gente no tiene la obligación de permanecer en la sala hasta el final”, reflexiona, y añade: “Siempre procuro que haya algún lugar para sentarse, porque pienso que así los visitantes se quedarán más tiempo”.
Los trabajos presentados en la Fundación -Ping-Pong, Tong et Camping, “una película sobre el verano en la que no hay rostros, sólo colores violentos, proyectada sobre una colchoneta hinchable”; La Cabane aux portraits; Le Tombeau de Zgougou, su gato... y sobre todo Le Triptyque de Noirmoutier y Les Veuves de Noirmoutier - forman parte de su evolución natural como artista, de su eterna necesidad de contacto con el espectador. La vejez de Agnès Varda florece como siempre lo ha hecho, transformada en la actualidad en pequeñas piezas “menos narrativas y más imaginativas” imbuidas -como también es habitual en sus trabajos- de su pasión por la pintura. “Me inspiran más la pintura y los rostros de las personas que la literatura”. Es el caso de Les Veuves... organizada a modo de retablo, con una gran pantalla central en la que aparece la imagen de las viudas vestidas de negro en la playa rodeada de otras 14 ,“cada una un testimonio de tres minutos” que debe ser escuchado a través de unos cascos. “Es un dispositivo que no tiene nada que ver con el cine. Provoca una sensación de multiplicidad. La memoria se pierde, se fragmenta”.
"Agnès Varda. El arte de espigar y el bricolage de la realidad”
André Roy, 24 images, nº 123, septiembre 2005
En su película más reciente, Cinévardaphoto, compuesta de tres
cortometrajes, el arte del bricolage de Agnès Varda llega a la cumbre de su ingenio. La película se presenta como una miniretrospectiva, pero al revés, empezando por Yvessa, les ours, etc... rodada en 2004 para retroceder a Ulysse, que data de 1982, y llegar a Salut les cubains, rodada en 1963. Da un resultado a la vez pragmático, astuto y muy poético, como se espera del bricolage, ese arte pobre que encuentra su fundamento en la recuperación, el reciclaje, en la conversión de lo pequeño, de lo sencillo, y que se revela como el camino real para inventar, para regalar obras que, bajo su aparente espontaneidad, están muy estructuradas, son pequeñas joyas del arte conceptual. (...)
Varda ejerció el oficio de fotógrafa antes de convertirse en cineasta, lo que, sin duda, la acostumbró a atender a los detalles, a las señales de la vida, pues en ellos se concentran la realidad y su memoria, en una especie de historia colectiva que pasa por el prisma del "yo". Es un arte ideal que ella ha trasladado al cine para que allí se impriman los archivos vivos del mundo, que comprenden lo privado y lo público, lo íntimo y lo universal, el aquí y el allá, los grandes vectores de su cine. (...)
Les Glaneurs et la Glaneuse, documental acogido con un fervor pocas veces visto en todo el mundo y al que añadió una continuación, Deux ans après... constituye la culminación de su obra.
Ser cineasta es ser espigador o espigadora por excelencia, aquel o aquella que recoge todos los trocitos de lo real, las briznas de realidad y que, después, tras el bricolage operado por la cámara y el montaje, debe devolverlos, listos para ser empleados de nuevo, con un nuevo sentido. Cada imagen se presenta entonces como un talismán inestimable que hay que preservar. Es lo que hizo, por ejemplo, en Daguerréotypes, película sobre una manzana de la calle Daguerre de París, en la que vive ella, un desfile de retratos arqueosociológicos en los que la exactitud y la ternura se alían con esa ironía habitual en su obra y que trata de distanciarse de la voluntad inquisitiva que reclama el documental. (...)
La cineasta ha pasado en su larga carrera del documental a la ficción con enorme facilidad, lo que podría interpretarse como desenvoltura si sus películas no fueran de una construcción impecable: con una misma libertad de tono en seguida reconocible en el desarrollo narrativo, el rodaje y el montaje, una libertad adoptada como forma de defensa, como medio de huída de la melancolía, del clima a menudo plúmbeo del mundo que describe con sus leyes rígidas (Le Bonheur), sus excluídos (Sans toit ni loi), sus peligros y miedos (Cléo de 5 à 7), un clima que tiene también días despejados, llamadas al placer y a la lucidez (L'Une chante, l'autre pas), semejantes a utopías (Lion's Love), con energías y libertad recuperadas (Kung Fu Master), reencuentros (La Pointe courte). Una forma de apañarse un rincón para sobrevivir en la sociedad.
La primera película de Varda, considerada la precursora de la Nouvelle Vague, fue un largometraje de ficción, La Pointe courte. (...) Combinación de azar y deseos imprevistos, La Pointe courte traza ya el programa cinético de la ficción vardiana que ésta respetará a lo largo de los años: rodaje instintivo un poco a la manera del cinéma-vérité, una historia que discurre por una doble línea dirigida por la pareja que la protagoniza, composiciones que se fían del movimiento de los cuerpos, de los objetos,de la luz y de los sonidos (a menudo con una voz en off) y puesta en relación de la objetividad de los hechos sociales y la subjetividad del individuo, donde la figura central es la mujer (hay feminismo en el cine de Varda como lo prueba L'Une chante, l'autre pas). El rodaje poco ortodoxo se traduce también en un resultado poco ortodoxo: una
película no convencional en forma y contenido que a menudo ha dividido a la crítica.
Así ocurrió con Le Bonheur, que suscitó numerosas controversias por su teorema anunciador del desorden amoroso de los años setenta, que podemos resumir así: "la felicidad se suma y se puede amar a varias personas a la vez".
Pero el verdadero escandalo, ¿no sería el uso de la sustitución y la permutación de los colores y de la configuración de las estaciones que, cual indiferente naturaleza, venían a subrayar las contradicciones, la imposibilidad de concretar la proposición? (...) Cuento de hadas al revés, la película aún atrae ciertas iras, especialmente de las feministas que ven a la protagonista Thérèse (nombre de santa empleado con toda intención)como una víctima del machismo de su marido que, solamente él, puede probar la validez del teorema.
Varda sabrá defenderse de los ataques. Transformará las luchas feministas en una danza en L'Une chante, l'autre pas, tan improvisada como una manifestación y con un aire de fiesta más que de pura y dura reivindicación.
Película sobre la amistad, es un documental transformado en ficción a la vez que una ficción documentada, un cocktail logrado de estereotipos y clichés, de canciones y bailes, de vestidos y colores abigarrados, todo fundido en una visión lúdica, en una iconografía feliz de la mujer. Esa asunción de lo lúdico tendrá su revés en Sans toit ni loi, probablemente su mejor obra y la más emocionante.
(...) Alegoría sobre el sentimiento que impregna una época, la película traza un retrato post sesenta y ocho al revés (una vez más); ya no hay utopía sino la franca desesperación provocada por la realidad fría e implacable. Sin guión escrito y sin un verdadero plan de trabajo, con un rodaje que se decidía día a día, la directora sólo podía atrapar su tema (la lucha dentre la contingencia y la libertad) mediante la mezcla de documental y ficción y la cohabitación de actores y no profesionales. El peligro que instauró al someter el rodaje a los azares del tiempo, de los encuentros, de la luz, del tiempo le da un peso de realidad suplementario a las cosas de la vida, a las pequeñas naderías
espigadas aquí y allá.
La película adquiere su sentido y su forma porque está inscrita en una economía de rodaje que depende del azar y de la supervivencia, de un instinto que permitiera encontrar la autonomía y la exactitud de cada escena. Es un instinto que Varda pone literalmente a su servicio en cada película. Lo hará nuevamente para Les Glaneurs et la Glaneuse, que puede resumir perfectamente todo su arte: filmar es espigar planos, así sean fragmentos de realidad que han caído en el arcén de la carretera de nuestra vida, es reconvertir y reactivar esos desechos para hacer de ellos los desechos de nuestra época, en los que nos reconocemos. El cine es, a fin de cuentas, un magnífico hobby.
En sus frecuentes visitas a los mercados de París, Agnès Varda (Bruselas, 1928) vio una vez a una mujer “muy alta, muy delgada y muy vieja, vestida con un largo abrigo negro”, inclinarse muy lentamente hacia el suelo para coger una naranja. Ese trayecto interminable (“¡Cuánto esfuerzo por una simple naranja!”) fue una de las primeras emociones que con el tiempo cristalizaron en el rodaje de Los espigadores y la espigadora (2000), un documental “de camino errante”, como ella misma ha puntualizado en alguna ocasión, en el que explora las diversas maneras de espigar en el mundo contemporáneo y con el que Varda, experta asimismo en la recolección de imágenes, logra una de las obras más perfectas de su filmografía.
Nada más significativo del cine de esta gran dama francesa, ‘madre’ de la Nouvelle Vague -su primera película, La Pointe Courte (1954), un largometraje de ficción crónica de una pareja tras cuatro años de matrimonio y un pueblo de pescadores, lo realizó cuatro años antes de la plena eclosión de este fenómeno artístico y social que reivindicó para el cine una mayor libertad técnica y expresiva- que una película dedicada a aquellos que viven de las sobras de los demás, tal y como ella misma lo ha hecho siempre en un gozoso empeño por apropiarse de lo pequeño y de lo sencillo, concediéndose sin reservas “el placer y la libertad de hacer lo que quería en cada momento” al margen de cualquier consenso colectivo respecto de “cómo deberían ser realmente las cosas”.
La mirada subjetiva de Agnès Varda, su “aproximación imaginaria en relación a la realidad”, se alimenta de escenas y motivos a menudo retenidos en la frontera de la sala de montaje y a los que en cambio ella saca partido transformando su arte, como dice André Roy (24 images, nº 123, septiembre 2005), “en un arte ideal que ha trasladado al cine para que allí se impriman los archivos vivos del mundo, que comprenden lo privado y lo público, lo íntimo y lo universal, el aquí y el allá, los grandes vectores de su cine”. No en vano afirma escuchar a menudo comentarios de gente que le hace notar que le gusta mucho tal o cual personaje de los muchos que aparecen en sus documentales. “¡Pero no son personajes, son personas!”, exclama. Todos ellos tienen una “textura” especial fruto en parte de su energía, su profundo amor al cine, su intuición y su respeto a la hora de dar testimonio de las vidas ajenas.
Crear
“Toda historia tiene que empezar por una emoción que trastorne al artista”, afirma. Así como Los espigadores y la espigadora tuvo su origen en la visión de la gente que, una vez terminado el mercado, se afanaba en recoger los alimentos del suelo, “Sin techo ni ley [1985, con la que obtuvo un León de Oro en el Festival de Venecia] nació del estupor ante la gente que todavía hoy muere de frío en las calles. ¿Cómo es posible?”.
A partir de ahí, su proceso creativo atraviesa varias etapas. “Me documento sobre el tema, hablo con la gente, escojo un lugar, una estación, el equipo, elaboro un esquema...”. Un sistema personal que ha dado en llamar “cineescritura” y que su talento ha materializado en intervenciones de todo tipo. Tanto en las obras de ficción como en los documentales, Agnès Varda está presente de modo más o menos explícito a través de sus reflexiones e incluso de su propia imagen, como en Los espigadores y la espigadora o Dos años después (2002), película documental realizada como respuesta a la infinidad de cartas y regalos suscitada por la primera y guiada también por la necesidad de mostrar qué fue de sus protagonistas. Varda profundiza aquí en su autorretrato, abordando sin dramatismos el paso del tiempo, sus manos cubiertas de manchas, fruncidas por las arrugas, y su pelo gris. Grabadas por ella misma como un paisaje, no fueron del agrado del hombre con cuyo testimonio cierra Los espigadores y la espigadora, un biólogo que ‘espiga’ en los mercados y que de lunes a viernes da clases a inmigrantes analfabetos aún menos favorecidos que él.
“Este hombre extraordinario, profesor de francés, me dijo que no le interesaba mi vejez. ¡Tiene razón! Y si eso es lo que piensa, yo tengo que añadir ese testimonio”.
Artista sin etiquetas
Agnès Varda, rotundamente en contra de las etiquetas a pesar del profundo carácter realista y social de su cine (“No me apetece ser cineasta militante. El placer de filmar, la curiosidad, el deseo, el entusiasmo... es mucho más importante que cuestionarse si lo que uno hace es o no políticamente correcto o incorrecto”), no ha perdido jamás su afán por descubrir cosas (“Llevo cincuenta años trabajando en esto y todavía me pregunto qué hacer con la imagen y con el sonido”) ni su aura de pionera, responsable de la actividad como artista que viene desarrollando desde hace dos años y medio.
“He pasado de ser una vieja cineasta a una joven artista”, afirma con humor. Se sorprende de verse a sí misma exponiendo en la Bienal de Venecia, en Taipei, en la galería Martine Aboucaya, en París. “ Ah!, c’est moi?”, comenta divertida. Está contenta de haber sido invitada a Madrid “como artista, y no sólo como cineasta”. Actualmente Varda expone en la prestigiosa Fundación Cartier, muy próxima a su casa de la Rue Daguerre, a cinco minutos del Boulevard Raspail. L’Île et Elle. Cinéma et Tcetera reúne, además de varias de sus películas, sus instalaciones y vídeos inspirados en la isla de Noirmountier.
“En las instalaciones uno corre más riesgos que en el cine. Mientras que en el cine todo el mundo vive una experiencia al mismo tiempo, en los museos la gente no tiene la obligación de permanecer en la sala hasta el final”, reflexiona, y añade: “Siempre procuro que haya algún lugar para sentarse, porque pienso que así los visitantes se quedarán más tiempo”.
Los trabajos presentados en la Fundación -Ping-Pong, Tong et Camping, “una película sobre el verano en la que no hay rostros, sólo colores violentos, proyectada sobre una colchoneta hinchable”; La Cabane aux portraits; Le Tombeau de Zgougou, su gato... y sobre todo Le Triptyque de Noirmoutier y Les Veuves de Noirmoutier - forman parte de su evolución natural como artista, de su eterna necesidad de contacto con el espectador. La vejez de Agnès Varda florece como siempre lo ha hecho, transformada en la actualidad en pequeñas piezas “menos narrativas y más imaginativas” imbuidas -como también es habitual en sus trabajos- de su pasión por la pintura. “Me inspiran más la pintura y los rostros de las personas que la literatura”. Es el caso de Les Veuves... organizada a modo de retablo, con una gran pantalla central en la que aparece la imagen de las viudas vestidas de negro en la playa rodeada de otras 14 ,“cada una un testimonio de tres minutos” que debe ser escuchado a través de unos cascos. “Es un dispositivo que no tiene nada que ver con el cine. Provoca una sensación de multiplicidad. La memoria se pierde, se fragmenta”.
"Agnès Varda. El arte de espigar y el bricolage de la realidad”
André Roy, 24 images, nº 123, septiembre 2005
En su película más reciente, Cinévardaphoto, compuesta de tres
cortometrajes, el arte del bricolage de Agnès Varda llega a la cumbre de su ingenio. La película se presenta como una miniretrospectiva, pero al revés, empezando por Yvessa, les ours, etc... rodada en 2004 para retroceder a Ulysse, que data de 1982, y llegar a Salut les cubains, rodada en 1963. Da un resultado a la vez pragmático, astuto y muy poético, como se espera del bricolage, ese arte pobre que encuentra su fundamento en la recuperación, el reciclaje, en la conversión de lo pequeño, de lo sencillo, y que se revela como el camino real para inventar, para regalar obras que, bajo su aparente espontaneidad, están muy estructuradas, son pequeñas joyas del arte conceptual. (...)
Varda ejerció el oficio de fotógrafa antes de convertirse en cineasta, lo que, sin duda, la acostumbró a atender a los detalles, a las señales de la vida, pues en ellos se concentran la realidad y su memoria, en una especie de historia colectiva que pasa por el prisma del "yo". Es un arte ideal que ella ha trasladado al cine para que allí se impriman los archivos vivos del mundo, que comprenden lo privado y lo público, lo íntimo y lo universal, el aquí y el allá, los grandes vectores de su cine. (...)
Les Glaneurs et la Glaneuse, documental acogido con un fervor pocas veces visto en todo el mundo y al que añadió una continuación, Deux ans après... constituye la culminación de su obra.
Ser cineasta es ser espigador o espigadora por excelencia, aquel o aquella que recoge todos los trocitos de lo real, las briznas de realidad y que, después, tras el bricolage operado por la cámara y el montaje, debe devolverlos, listos para ser empleados de nuevo, con un nuevo sentido. Cada imagen se presenta entonces como un talismán inestimable que hay que preservar. Es lo que hizo, por ejemplo, en Daguerréotypes, película sobre una manzana de la calle Daguerre de París, en la que vive ella, un desfile de retratos arqueosociológicos en los que la exactitud y la ternura se alían con esa ironía habitual en su obra y que trata de distanciarse de la voluntad inquisitiva que reclama el documental. (...)
La cineasta ha pasado en su larga carrera del documental a la ficción con enorme facilidad, lo que podría interpretarse como desenvoltura si sus películas no fueran de una construcción impecable: con una misma libertad de tono en seguida reconocible en el desarrollo narrativo, el rodaje y el montaje, una libertad adoptada como forma de defensa, como medio de huída de la melancolía, del clima a menudo plúmbeo del mundo que describe con sus leyes rígidas (Le Bonheur), sus excluídos (Sans toit ni loi), sus peligros y miedos (Cléo de 5 à 7), un clima que tiene también días despejados, llamadas al placer y a la lucidez (L'Une chante, l'autre pas), semejantes a utopías (Lion's Love), con energías y libertad recuperadas (Kung Fu Master), reencuentros (La Pointe courte). Una forma de apañarse un rincón para sobrevivir en la sociedad.
La primera película de Varda, considerada la precursora de la Nouvelle Vague, fue un largometraje de ficción, La Pointe courte. (...) Combinación de azar y deseos imprevistos, La Pointe courte traza ya el programa cinético de la ficción vardiana que ésta respetará a lo largo de los años: rodaje instintivo un poco a la manera del cinéma-vérité, una historia que discurre por una doble línea dirigida por la pareja que la protagoniza, composiciones que se fían del movimiento de los cuerpos, de los objetos,de la luz y de los sonidos (a menudo con una voz en off) y puesta en relación de la objetividad de los hechos sociales y la subjetividad del individuo, donde la figura central es la mujer (hay feminismo en el cine de Varda como lo prueba L'Une chante, l'autre pas). El rodaje poco ortodoxo se traduce también en un resultado poco ortodoxo: una
película no convencional en forma y contenido que a menudo ha dividido a la crítica.
Así ocurrió con Le Bonheur, que suscitó numerosas controversias por su teorema anunciador del desorden amoroso de los años setenta, que podemos resumir así: "la felicidad se suma y se puede amar a varias personas a la vez".
Pero el verdadero escandalo, ¿no sería el uso de la sustitución y la permutación de los colores y de la configuración de las estaciones que, cual indiferente naturaleza, venían a subrayar las contradicciones, la imposibilidad de concretar la proposición? (...) Cuento de hadas al revés, la película aún atrae ciertas iras, especialmente de las feministas que ven a la protagonista Thérèse (nombre de santa empleado con toda intención)como una víctima del machismo de su marido que, solamente él, puede probar la validez del teorema.
Varda sabrá defenderse de los ataques. Transformará las luchas feministas en una danza en L'Une chante, l'autre pas, tan improvisada como una manifestación y con un aire de fiesta más que de pura y dura reivindicación.
Película sobre la amistad, es un documental transformado en ficción a la vez que una ficción documentada, un cocktail logrado de estereotipos y clichés, de canciones y bailes, de vestidos y colores abigarrados, todo fundido en una visión lúdica, en una iconografía feliz de la mujer. Esa asunción de lo lúdico tendrá su revés en Sans toit ni loi, probablemente su mejor obra y la más emocionante.
(...) Alegoría sobre el sentimiento que impregna una época, la película traza un retrato post sesenta y ocho al revés (una vez más); ya no hay utopía sino la franca desesperación provocada por la realidad fría e implacable. Sin guión escrito y sin un verdadero plan de trabajo, con un rodaje que se decidía día a día, la directora sólo podía atrapar su tema (la lucha dentre la contingencia y la libertad) mediante la mezcla de documental y ficción y la cohabitación de actores y no profesionales. El peligro que instauró al someter el rodaje a los azares del tiempo, de los encuentros, de la luz, del tiempo le da un peso de realidad suplementario a las cosas de la vida, a las pequeñas naderías
espigadas aquí y allá.
La película adquiere su sentido y su forma porque está inscrita en una economía de rodaje que depende del azar y de la supervivencia, de un instinto que permitiera encontrar la autonomía y la exactitud de cada escena. Es un instinto que Varda pone literalmente a su servicio en cada película. Lo hará nuevamente para Les Glaneurs et la Glaneuse, que puede resumir perfectamente todo su arte: filmar es espigar planos, así sean fragmentos de realidad que han caído en el arcén de la carretera de nuestra vida, es reconvertir y reactivar esos desechos para hacer de ellos los desechos de nuestra época, en los que nos reconocemos. El cine es, a fin de cuentas, un magnífico hobby.